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Porque aún lloramos

Giaconda Belli | | Artikel drucken
Lesedauer: 7 Minuten

„Después de varios meses de recios combates, unos tras otros morían los guerreros. Vimos nuestras aldeas arrasadas, nuestras tierras entregadas a nuevos dueños, nuestra gente obligada a trabajar para los encomenderos. Vimos a los jóvenes púberes separados de sus madres, enviados a trabajos forzados, o a los barcos desde donde nunca regreseban. A los guerreros capturados se les sometía a los más crueles suplicios; los despedazaban los perros o morían descuartizados por los caballos. Desertaban hombres de nuestros campamentos. Sigilosos desaparecían en la oscuridad resignados para siempre a la suerte de los esclavos. Los españoles quemaron nuestros templos: hicieron hogueras gigantescas donde ardieron los códices sagrados de nuestra historia; una red de agujeros era nuestra herencia. Tuvimos que retirarnos a las tierras profundas, altas y selváticas del norte, a las cuevas en las faldas de los volcanes. Allí recomamos las comarcas buscando hombres que quisieran luchar, preparábamos lanzas, fabricábamos arcos y flechas, recuperábamos fuerzas para lanzarnos de nuevo al combate. Yo recibí noticias de las mujeres de Teguzgalpa. Habían decidido no acostarse más con sus hombres. No querían parirle esclavos a los españoles. Aquella noche era de luna llena, noche de concebir. Lo sentí en el ardor de mi vientre, en la suavidad de mi piel, en el deseo profundo de Yarince. Regresó de la caza con una iguana grande, color de hojas secas. El fuego estaba encendido y la cueva iluminada de rojos resplandores. Se acercó después de comer. Acarició el costado de mis caderas. Vi sus ojos encendidos en los que se reflejaban las llamas de la hoguera. Quité su mano de mi costado y me resbalé más lejos, hacia el fondo de la cueva. Yarince vino hacia mi creyendo que se trataba de un juego para excitar más su deseo. Me besó sabiendo cómo sus besos eran pulque jugoso en mis labios: me emborrachaban. Lo besé. En mi surgían imágenes: agua de los estanques, tiernas escenas, sueños de más de una noche, un niño guerrero, rebelde, inclaudicable, que nos prolongara, que se pareciera a los dos, que fuera un injerto de los dos cargango las más dulces miradas de ambos. Me aparté antes de que sus labios me vencieran. Dije: „No Yarince, no“. Y luego dije „no“ de nuevo y dije lo de las mujeres de Teguzgalpa, de mi tribu: No queríamos hijos para las encomiendas, hijos para las construcciones, para los barcos, hijos para morir desplazados por los perros sie eran valientes y guerreros.

Me miró con ojos enloquecidos. Retrocedió. Me miró y fue saliendo de la cueva, mirándome cual si hubiera visto una aparición terrible. Luego las ramas de la hoguera, muriéndose encendidas. Más tarde escuché los aullidos de lobo de mi hombre. Y más tarde aún, regresó arañado de espinas. Esa noche lloramos abrazados, conteniendo el deseo de nuestros cuerpos, envueltos en un pesado rebozo de tristeza. Nos negamos la vida, la prolongación, la germinación de las semillas. ¡Cómo me duele la tierra de las raíces sólo de recordarlo! No sé si llueve o lloro“. Quizás mi primer contacto con las rebeliones indígenas tuvo lugar una tarde, antigua ya en mi memoria, en que mi abuelo materno me relató, en el viejo corredor de su casona colonial en León, Nicaragua, la historia de la princesa Xotchitl Acatalt-Flor de Caña- hija del poderoso cacique de los Subtiavas: Agateyte. La princesa se había enamorado de un gallardo capitán español, quién le había enseñado el dominio de los caballos. Juntos, los amantes galopaban en las tardes causando la admiración de nativos y recién llegados. Españoles y subtiavas habían sostenido hasta entonces relaciones amigables. Sin embargo, el momento llegó en que las ansias de dominio de los Conquistadores los llevaron a querer subyugar a Agateyte y su pueblo. El amante conspiró contrael suegro y una noche, al amado de sus tropas se lanzó al ataque contra el palacio del Cacique que ardió hasta sus cimientos. En el medio de la batalla, la princesa Xotchitl Acatalt, armada de arco y flecha, salió montada sobre el caballo que el traicionero amante le regalara, lo buscó entre los soldados y le disparó una flecha que le atravesó el corazón mientras ella gritaba: „Muere traidor de mi padre, ladrón de mi honra, asesino de mi pueblo“. Tras haber consumado su venganza, la princesa Flor de Caña se lanzó a las llamas de su palacio encendido. Mi abuelo tenía el don de contar vividamente historias y leyendas. La de la princesa Flor de Caña se quedó grabada en mi imaginación de niña, hasta el punto que, cuando sola en mi cama, de noche, la revivía, lloraba imaginándome el terrible dolor de la princesa traicionada. Desde entonces, mi infancia y temprana adolescencia estuvieron signadas por la fascinación por el legado indígena. Mientras viajaba en vacaciones a distintos lugares de Nicaragua, me quedaba absorta mirando túmulos vegetales e irregularidades del terreno, imaginándome que escondían ruinas de la civilización arrasada de mis ancestros. Después he visitado cementerios indígenas, sitios sagrados, he asistido a excavasiones cerca del Lago de Granada… las estatuas, los fragmentos de cerámica pintados de rojo y negro, los incensarios, me han hablado del dolor de una cultura forzada a la sumisión y condenada por ignorancia al exterminio. Muchas disquisiciones intelectuales se pueden y deben hacer alrededor de la sumisión de los territorios americanos por los europeos en este Quinto Centenario. Para mí, sin embargo, esta discusión a pesar del tiempo transcurrido y -me atrevería a decir- por fortuna, aún no ha trascendido el plano de lo afectivo. Siempre me llama la atención la airada forma en que reaccionan los españoles, cuando los americanos lamentamos la política de tierra arrasada de la „Conquista“. Taan visceral es su reacción como la nuestra. Pareciera que estuviésemos refiriéndonos a una

disputa moderna, a sucesos recientes. Quizás ellos quisieran que nosotros fuéramos capaces de ver estos hechos a distancia, que fuéramos capaces de apreciar los resultados juzgando el pasado a través del presente, saboreando nuestro español, por ejemplo, la lengua por cuyo legado Pablo Neruda perdonaba a los bárbaros conquistadores en „Confieso que he vivido“. Estamos ante un hecho que tendrá distintas lecturas según el grado de desarrollo de las sociedades „conquistadas“. Los ciudadanos de Estados Unidos, usurpadores del apelativo „americanos“ para auto-denominarse, no tendrán problemas para celebrar Columbus Day con bombos y platillos, siendo como son, en su mayoría inmigrantes europeos, tan ajenos al dolor ancestral, como lo son a las condiciones de vida de los native Americans en sus reservaciones. La paradoja es que, para los Latinoamericanos, el presente no es un resultado amable que pueda balancear positivamente el saldo rojo de los años de sumisión. Al contrario, la mayoría de los pueblos de latinoamérica, frente a un presente y un pasado histórico inmediato de neo-colonialismo y de dominio del imperio moderno del Norte con su mass-media culture, vuelve los ojos hacia atrás, hacia su pasado indígena, para encontrar en él un sentido de identidad, de valor propio. Aún seguimos resistiendo „colonias“ de diversos tipos y añorando los tiempos en que nos fue dado florecer dentro de culturas nativas, autóctonas, nuestras.

España se defiende de nuestro dolor, argumentando que no fue tan cruel como Inglaterra, que convivió y se mezcló con nuestras sangres dando lugar al mestizaje. Yo diría que quizás la diferencia cualitativa estuvo dada más bien por el nivel de desarollo de las culturas indígenas al norte y al sur del Río Bravo. Si los ingleses destruyeron culturas aún nómadas, los españoles tuvieron que vérselas con culturas establecidas y con un alto grado de desarrollo; conun Tenochíitlan y un Machu Pichu. De allí también la resistencia secular de Latinoamérica al mismo mestizaje, que aún ahora sintamos que somos pueblos en busca de la recuperación de nuestra verdadera identidad.

La pervivencia de esta lucha, expresada en el contenido antiimperialista de nuestra innumerables batallas, es lo que impide que contmeplemos impávidos y de forma desapasionada la „celebración“ del inicio de siglos de coloniaje y sumisión para nuestros pueblos. No podemos hacerlo cuando aún la mayoría de los habitantes del continente americano, no hemos podido gritar „Tierra“; no se nos ha dado „descrunir“ la auténtica América nuestra; cuando el tiempo del dolor y las lágrimas sigue siendo el tiempo presente.

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