Es curioso por demás, que estando en el extranjero uno reconozca que no pertenece a aquéllos entre los cuales siempre ha sido catalogado. Digo que resulta extraño porque se piensa, en general, que estando fuera del lugar, con el que una persona, por una u otra razón se identifica, sería más fácil sentir la atracción hacia el mismo. Es decir, hacia el país en el que casualmente se hubo nacido. Este fenómeno está muy difundido en la llamada colonia Latina de uno u otro país. La lejanía que existe entre los individuos y su lugar de origen, cuando se encuentran en el extranjero, provoca que aparezca un sentimiento de unidad disfrazado. Este sentimiento cubierto es únicamente el resultado de una necesidad pasajera, momentánea, que generalmente desaparece cuando se retoma a la tierra natal. El famoso llamado de la tierra madre que nos invita a permanecer con los „nuestros“ se traduce o se reduce a la simple característica histórica de una gran parte de los países latinoamericanos, que es la de la lengua común, la del entendimiento oral, de la llamada lengua materna. Lo anterior no se puede negar, está implícito en cada uno de nosotros. Sin embargo, la confusión verbal entre nosotros se multiplica de nación a nación y dentro de un mismo país.
¡Hermano, qué tal!, es un saludo que suele oírse con frecuencia entre aquéllos que así mismos se llaman Latinos. Cuando yo lo escucho, me dan ganas de preguntarle a aquél, que me ha llamado hermano: ¿cómo se llama tu mamá, acaso somos parientes y yo he andado por la vida todo este tiempo sin saberlo?, o en el peor de los casos:
¿qué…tenemos la misma madre?. Este saludo es más que nada la representación verbal de una solidaridad disfrazada, de una solidaridad mal entendida, producto de la estancia en el extranjero o de una necesidad de sentirse identificado con algo…con lo que sea. Esta expresión encierra muchos valores, dando por entendido una paleta de características que se cree tener en común. Estoy de acuerdo que el lenguaje funge como transmisor de valores culturales, es la conquista de la razón pero también es un medio de engaño. La necesidad de identidad ya se tenía, en la mayoría de los casos, antes de haber abandonado el país, pero sólo es palpable cuando se está lejos. En esta lejanía aparece lo que se me ocurre llamar falsa solidaridad; aquella que se manifiesta en cada uno de nosotros para con los demás, sólo cuando necesitamos de ella. Al mismo tiempo tengo que preguntarme si estas personas, que ahora resultan tan empalagosamente amigables, se comportaban de la misma forma en sus países. La respuesta es generalmente negativa, ¿por qué?, porque antes no lo habían necesitado. Quizá se trata solamente de una característica del ser humano. ¿Por qué califico esta actitud como falsa solidaridad? En realidad se trata de una solidaridad fíctiva, y la llamo irreal porque no corresponde al comportamiento de los países latinoamericanos. Mejor dicho, responde a un sentimiento anhelado de unidad que nunca se ha alcanzado y cuya realización me parece utópica, prácticamente onírica. Fácilmente se olvida cuál es la realidad de América Latina. En ella encontra-mos una diversidad convergente de razas y paisajes cambiantes; de un país a otro, del campo a las ciudades. Esta convergencia está pregnada de ideologías de „ensueño“. Es una quimera engañosa.
Cuando la gente me pregunta que si soy latino contesto que no, que soy mexicano, y si quieren soy latinoamericano, pero latino no. Otros exclaman: ¡cómo…latino y no bailas salsa! Este es un caso parecido al del idioma. La gente se siente identificada por medio de la música, gente que nació y se crió con ella. Yo no me desarrollé en ningún medio en el que este tipo de música fuera común, es por eso que no me puedo identificar con ella, ya que no me dice nada. Debido a que mis influencias o tendencias musicales son de otro tipo, soy señalado como intervenido, extranjerizado. Por la simple razón de que los textos no me dicen nada mucha gente se siente ofendida y agredida, lo cual no es mi objetivo, como tampoco lo es el explicarles por qué no me gusta tal o cual canción. La variedad musical a la que uno tiene acceso en la Ciudad de México resulta a ratos infinita. Las posibilidades que se tienen para escoger la una u otra comente son bastante amplias. Es decir, se puede elegir sin necesidad de escuchar lo que -en el extranjero- generalmente se quiere imponer como característica marcante de los latinoamericanos, por ejemplo: la música tropical o la ranchera. En el caso de que esa música se escuche, en ciertos círculos, se hace estando borracho y de una manera „discreta“ también para „burlarse“ de la misma. Burlarse en el sentido de no tomarse en serio, burlarse también de sí mismo, obviamente por estar oyendo algo que no corresponde a los valores que uno sostiene.
El decir que soy mexicano no significa que sea mejor o peor que los demás, lo que me interesa con ello es expresar el no querer ser latino; no querer participar en la defensa de una identidad ficti-va, resultado de un enquistamiento enviciado y tradicionalista. Definitivamente no me reconozco, o mejor dicho, no me quiero reconocer con esta así misma llamada, en silencio, „fraternidad latina“. Una identidad monolítica pero polifacética cargada de pensamientos inútiles que no llevan a nada, cuando más, a un desgaste crónico y redundante.
Es una identidad anacrónica y redundante que no quiere aceptar que vivimos al margen de un tiempo que obliga a la masificación, a convertirse en una cifra anónima. Esta gente, es decir los latinos, viven una realidad regional con las peores ataduras que alguien puede tener, las del pasado. Piensan que actúan, pero son otros los que piensan y actúan sobre ellos: costumbre inmemorial, arquetipos que vueltos mitos se transmiten de generación en generación. Este es un fenómeno de imitación y continuación que consiste en mantener vivos esquemas establecidos por sus antepasados, a pesar de que hoy en día son decadentes e innecesarios.
¿Latinoamericano vs. Latino, cuál es la diferencia?. Ésto se lo preguntan más de uno, yo también, y lo hago constantemente. Afortunadamente encuentro diario un detalle más que me obliga a reivindicar tal o cual posición o argumento. Lo anterior no significa que no me pueda identificar con el ideal de unidad americana difundido por Bolívar u otras personalidades de este continente, ya sea del norte, del caribe, del centro o del sur. Uno puede identificarse tranquila y convencidamente con una causa o ideal, pero no con sus actores, o sería mejor decir destructores. Me identifico plenamente con un ideal consecuente de unidad, no sólo latinoamericana, no seamos chauvinistas, tampoco de unidad humana, lo cual está por demás trillado, sino con un ideal de „unidad“.
Volviendo a la diferencia entre latinos y latinoamericanos, muchos piensan que lo primero sólo se trata de la abreviación de una palabra más larga que cuesta más saliva pronunciarla, tan útil y preciada para conversaciones de carácter más lucrativo, como comentar los resultados del último juego del equipo preferido. En primera instancia puede ser que en realidad sí se trate de una abreviatura. Sin embargo, no es ésta la realidad. La palabra latino se ha convertido, con el tiempo, en un concepto fuertemente cargado de prejuicios y estereotipos, que en la mayoría de los casos traemos arrastrando desde hace muchos años. De estos prejuicios no resulta tan fácil liberarse, ya que como son tan antiguos, se encuentran implícitos en los modelos de educación y comportamiento de nuestra sociedad.
Por el mismo motivo son difíciles de identificar, y lo que es peor, reconocer que están presentes en nuestra cotidianidad. En el caso de que ya hayan sido identificados y aceptados, se presenta un problema inmediato, el cual consiste en tratar de actuar contra ellos, no de reprimirlos, que es lo que frecuentemente sucede, sino de concientizarlos y atacarlos. Estos prejuicios se manifiestan en la mayoría de los casos como machismo, prepotencia y complejo de inferioridad, los cuales pueden encontrarse todos en una misma persona, en diferentes porcentajes. El latino no está conciente de que su ser engloba todas estas características, de que las ejercita y al mismo tiempo las lleva hasta un extremo que raya en lo ridículo.
Generalmente nunca acepta que su comportamiento está cargado de tonalidades machistas. Es obvio o entendible que no reconozca estos matices porque los ha reprimido, los confunde o están tan arraigados en su historia y le son invisibles. Por otro lado, hay quienes aceptan orgullosos su comportamiento y tratan de difundirlo. Los latinos tienen la sangre „caliente“, son temperamentales, viven al día, disfrutan y se juegan la vida todo el tiempo y con cualquier excusa. Lo anterior es lo que la mayoría de la gente responde cuando se les pide que describan a un latino. Es decir, lo que uno obtiene por respuesta es la descripción de un estereotipo difundido, ejercitado y vendido por los propios latinos. Me parece necesario en este punto intentar una explicación de aquello que está escondido e involucrado dentro del concepto Latino. Como ya dije, el latino se jacta conciente o inconcientemente de ser muy macho (ésto se percibe mejor atendiendo al comportamiento y conversaciones de los mismos sin necesidad de mencionar la palabra macho, ya que aquéllos se sienten agredidos al escucharla, o en el peor de los casos, tienden a negarlo). Un macho presume de ser tan hombre que es capaz de imponerle su sexualidad a cualquier tipo de ser vivo que lo permita. Es decir, llega en muchos casos a rayar en el so-domismo. Por otro lado, condena de una manera empecinada la existencia y práctica del homosexualismo. En ocasiones su limitada percepción de la realidad no le permite aceptar que dichas tendencias sexuales existen, por lo menos, sólo las acepta de dientes para afuera. No está capacitado para establecer contacto con personas que no profesen su misma ideología sexista.
Aquél que acepte no tener más de una mujer será catalogado como débil (impotente) o cobarde. Existe también una paradoja en este comportamiento, ya que el macho tiene siempre que jugar un rol activo y decisivo en cualquier tipo de relación, sea sexual o de otra índole. Con ésto quiero decir que un macho puede también tener relaciones sexuales con un homosexual (lo cual supuestamente detesta y le resulta abominable) siempre y cuando él sea el activo (y nunca pasivo), decisivo; el que ejecuta. Lo anterior sólo le sirve para demostrar y confirmar su „hombría“, su capacidad de poseer por medio de su sexo a cualquiera, como también para comprobar la debilidad, penetrabilidad de los demás. Otra contradicción en el comportamiento íatino-machista se percibe cuando alguno de ellos se ve confrontado a sí mismo, a su conducta. Reconocer la debilidad de la misma significaría perder poder en su hegemonía sexual. Un síntoma muy difundido entre ios latinos es el de la dominación sobre las mujeres; para ellos seres débiles, dominables. Lo que se puede deducir de esta actitud es la represión de un complejo de inferioridad e inseguridad, lo cual significa en realidad que no tienen el „poder“ del que tanto se jactan. Curiosamente la característica machista no se limita únicamente al sexo masculino luego le corresponde como en muchos casos una contraparte: el hembrismo. Hablo concientemente de hembras y no de mujeres (ambas es posible encontrarlas tanto en Latinoamérica como en Alemania, igual que los machos). Si existe el machismo es fácil suponer que también exista el hembrismo. Pues bien, ésto también suele encontrarse, aunque de una manera más discreta o cubierta. No resulta tan fácil reconocer como el caso de los machos. Una hembra no es necesariamente una mujer que se revela y lucha contra un macho. Hembras son aquellas que le siguen el juego a los machos, aquéllas que lo incitan a continuar con esa conducta. Se sienten orgullosas de que su „hombre“, como ellas los catalogan, sean tan hombres. En algunos casos exigen de una manera sutil ese tipo de comportamiento. Lo anterior podría llevar a concluir que si los latinos son machos serían entonces hembras las latinas. No creo que este sea el caso. El macho necesita, eso sí siempre, de una hembra, sin importarle la nacionalidad. Que existen mujeres latinoamericanas que gustan de asumir este papel (quizá porque desgraciadamente no conon otro) tampoco se puede negar. Volviendo al saludo de ¡hermano…!, es necesario destacar que un latino nunca saluda a una mujer de esta forma: ¡hermana…! ¿Por qué? Porque para un latino toda mujer es un objeto sexual en potencia. El latino se rige bajo el siguiente principio (claro que las variaciones se pueden dar de país a país): primero respeta a la virgen María, después a su madre, luego a su(s) hermana(s), y por último a su esposa o novia; todas las demás mujeres que no estén contempladas en este grupo son putas. Es por eso que llamar hermana a otra mujer no está permitido, ya que sería acariaciar la idea de incesto. Por otro lado, lo anterior no destaca la posibilidad de la violación dentro del matrimonio o noviazgo. Por eso me permito decir que yo no soy latino.
Tratar de adoptar los valores que supuestamente nos identifican íntimamente (entiéndase música, ideales, etc.), nos hunde más en la dispersión, apatía y desunidad. Una vez que estos aspectos y tonalidades del comportamiento se han descubierto puede liberarse el ser y descubrir qué hay más allá de la frontera del provincialismo mutilante.
Al preguntar qué puedo entender al oír la palabra „ossi“ o „wessi“, sucede que el porcentaje de atributos negativos para la una u otra palabra es mayor que aquél de características positivas de las mismas. En realidad lo que pasa es que no existe la una ni la otra como tal, sino que se trata de un concepto general, superior, que cuenta con un sinnúmero de denotaciones pero que siempre permanece siendo el mismo. A veces, adopta la máscara de yanqui, de gringo, otras las de gachupín o sudaca, en ocasiones la de wessi-ossi, y otras más, porqué no, la de latino. El caso es que todas y cada una de las diferentes formas engloban un halo peyorativo que nunca es atribuido por los miembros del grupo a quien se quiere hacer referencia o caracterizar.
Por último me resta sólo decir que Latinoamérica nunca será mejor mientras los latinoamericanos no reconozcan sus prejuicios y complejos, los acepten y traten de hacer algo en contra de ellos. Es decir, América Latina será mejor cuando los latinoamericanos seamos mejores. El cambio tiene que llevarse a cabo de lo privado a lo público, de lo individual a lo general. El cambio en las conciencias, en la psique y en el eros, tiene que realizarse de un modo u otro, pero ahora, sin esperar a que sea todavía más tarde.