en la despedida de duelo
Traemos a su última tierra (una tierra que ella amó y exaltó como sólo pueden hacerlo criaturas de excepción) a una cubana que casi nació con el siglo y casi con el siglo se ha extinguido. Atravesó una complicada centuria, donde ella pareció, al principio, una llamita y resultó ser un ancho y hermoso fuego. Creadora de una intensa poesía, esa que no se agota en tiempo ni en espacio, ella le hubiera bastado para sobrevivir, como sin duda hará, a la triste ceremonia que nos convoca. Pero Dulce María no quiso olvidar nunca que la suya fue una estirpe de supremo honor. Se ha dicho que cuando una voz aviesa, o acaso simplemente distraída, preguntó por qué no se iba de nuestra asediada Cuba, teniendo medios sobrados para hacerlo, respondió que la hija de un General de la Guerra de Independencia no abandona a su patria en peligro. No sólo no la abandonó, sino que la colmó de gloria y orgullo. Nada extrañó, pues ella perteneció a la única aristocracia verdadera, la del alma, como los discípulos directos de Julián del Casal, soñadores luminosos y desgarrados hechos, al igual que su maestro, para un mundo mejor que supieron ofrendar sus vidas a la patria. La hija del General Enrique Loynaz del Castillo, amigo de Martí y autor de nuestro Himno Invasor, empieza hoy a confundir su polvo perecedero con el de su padre, con el de Casal, con el de Carlos Pío Urbach, con los de muchísimos más, con quienes vivió profundamente identificada.
La desaparición física de Dulce María es la de la última de las grandes hispanoamericanas que en la primera mitad de este siglo, dieron estremecimientos nuevos a la poesía del idioma y lo enriquecieron decisivamente. Este hecho y las merecidas distinciones que recibió, sobre todo en Cuba y en España, a las que supo unir cariñosamente, le darán para siempre lugar superior en nuestras letras. Juegos de agua, Jardín, Un verano en Tenerife, Últimos días de una casa, tantos versos, crónicas, estudios salidos de su mano, delicada y fuerte como el ala de un arcángel, testimonian que así será. Quiero sólo insistir en que al esplendor de su palabra, ella sumó la dignidad de su conducta. En un breve poema inolvidable había dicho: ,,Yo soy como el viajero / que llega al puerto y no lo espera nadie“. Pero, queridísima Dulce, hoy llegas a tu último puerto en esta tierra, y te espera, agradecido y enamorado, todo un país que no te cansaste de embellecer y honrar, y cuantos te admiran y deben en muchos otros países.