Sé que me está espiando. Percibo su respiración agitada al otro lado de la cortina y eso me gusta; me halaga profundamente. Después la oigo bajarse de la banqueta, cerrar la puerta y alejarse por el pasillo en penumbras. Es entonces cuando las siento discutir en la cocina, en voz baja para que no pueda distinguir lo que hablan. Luego viene la oscuridad intransigente de la casa, el riguroso silencio interrumpido, de vez en cuando, por la tos espaciada de la vieja. Y de esto hace ya más de quince días. A mi llegada a esta casa no había reparado en la cortina que asoma por encima del armario que hay en mi habitación, menos aún sospeché que ésta se comunicaba con otra mediante una puerta clausurada por el mueble. Cuando me incliné a recoger las pantuflas, vi con claridad la abertura, y en ella, cajas y envoltorios de trapos amontonados.
La muñeca rubia, de cabellos de plástico, corona el armario, colocada simétricamente en el centro de la cortina floreada, con los brazos rígidos, extendidos, como pidiendo que la levanten. Llego alrededor de las once de la noche, por la mañana me marcho muy temprano a mi trabajo, cuando todavía ellas están durmiendo. Esta disciplina es invariable y nunca estoy en la casa durante el día. De modo que desconozco al otro huésped: ni siquiera sé qué habitación ocupa, sólo en dos o tres oportunidades lo oí llegar por la noche – a escasos minutos de haberlo hecho yo -, charlar brevemente con la madre y la hija y, enseguida, como siempre, la oscuridad, el silencio quebrado por la tos de la vieja que duerme en la habitación que está frente a la mía, del otro lado del vestíbulo impregnado de olor a frituras y abarrotado de muebles baratos, adornos de yeso y penumbras. Me acuesto desnudo sobre la cama que enfreta al armario y a la puerta clausurada. Hace calor, un calor pegajoso que me impide conciliar de inmediato el sueño. Leo una novela y me veo forzado a colocar el libro en una postura incómoda para que pueda llegarle la luz de la lámpara sin pantalla. Me deslumhra el ángulo de un ojo. Es entonces cuando percibo la presencia de la muñeca rubia sobre el armario, con sus ojos de vidrio fijos en mi sexo, extendiendo los brazos hacia mí, llamándome con el gesto mudo de su cuerpo rígido, implorándome que la deje meterse en mi cama. Al pasar las páginas veo de reojo la cortina inmóvil. A pesar del silencio y la quietud, sé que ella está al otro lado, subida en la banqueta, con la cara pegada a la cortina de flores, amparada por la oscuridad y el sueño pesado de la madre, escrutando todo mi cuerpo con sus ojos enrojecidos de insomne, recorriéndome con sus manos ásperas, acariciándome aquí y allá, deteniéndose en la voluptuosidad de mi sexo, ávida de mi virilidad.
Hay en mí cierta perversión al sentirme deseado; inútilmente deseado: fruto prohibido a sus manos y a su boca, a pesar de su cuerpo redondeado y armonioso, deseable si se quiere, a pesar de sus pechos abundantes y blancos… pero me excita saberla en su escondite, esforzándose para no hacer ruido, mordiéndose los labios en un rictus furioso, tan próximo al orgasmo.
Cada tanto cambio de postura para no cansarme: cierro y abro las piernas para que pueda verme en todo mi esplendor, o bien oculto mi sexo entre los muslos o en el hueco de mi mano para enardecerla, me rasco, me escatimo, me muestro obscenamente y enseguida me rasco como un niño, me ofrezco y me retiro indiferente. Todo esto lo hago fingiendo la mayor naturalidad, como si ignorase su presencia detrás de la cortina.
Que se muera de deseo. De puro deseo, porque nada más entrar en mi cuarto y dejar sobre la cómoda el vaso con agua y mi crema y cepillo de dientes, echo el pesador que protege mi virginidad.
Y la madre debe de saberlo todo, o por lo menos intuirlo. No será ésta la primera vez que su hija espía a los huéspedes desde lo alto de la banqueta, al otro lado de la cortina, pegando la cara a la muñeca rubia. Por eso discuten tan a menudo en la cocina y callan de inmediato en cuanto me oyen entrar en la casa. Estoy seguro de no ser el único espiado: de que hace lo mismo con el otro huésped y de que lo ha hecho también con los anteriores.
Cuando llegué el primer día y cerré trato con ellas, después de haber visitado la habitación y el cuarto de baño que está en el otro extremo del pasillo, me dijeron que había otro inquilino: un muchacho, muy buena persona, también recomendado como yo. Con los días deduje que podría estar alojado en cualquiera de las habitaciones cuyas puertas dan al pasillo. En unas de ellas, al regresar una noche muy tarde, vi luz en la pequeña ventana que está en lo alto, casi pegada al techo y que, absurdamente, da al vestíbulo. Claro que todas son conjeturas: no
tengo pruebas concretas. La noche que me escabullí de mi cuarto, mientras ellas dormían, y fingiendo que iba al baño, pude espiar por la ventana encaramado en una mesita que hay debajo, no vi ni escuché nada: ni siquiera el leve rumor de un cuerpo durmiendo, ni el ritmo pausado de una respiración.
Tampoco puedo asegurar que ella duerma en el cuarto que está más alejado del mío: alguna que otra mañana la vi salir de allí, con un camisón rosa un poco transparente, con el pelo convertido en un inexpugnable estropajo rojo, con las orejas acentuadas por el insomnio y el constante deambular por la casa y espiarme durante la noche. Como siempre que se encuentra conmigo, que nuestro recorrido coincide durante un instante, ella aprovecha para insinuarme, irgue su cuerpo para acentuar la prominencia de sus pechos, se ríe por nada y entorna los ojos como una actriz de cine mudo. Finjo no darme cuenta de nada: una absoluta inocencia. Nada me impide pensar que acaso esa habitación de la cual ella sale sea la del supuesto huésped, pero sería un atrevimiento por su parte hacerlo sin precaución, una temeridad que la enfrentaría a su madre.
La vieja duerme siempre con las puertas abiertas, puedo ver su habitación a través de la cerradura de mi puerta. En ella hay dos camas, una que está en el ángulo de mi visión, la otra queda oculta pero sé que es la que ocupa la vieja porque de allí provienen las toses.
Una noche entré al cuartito desde donde la pelirroja me espía: es un pequeño vestidor o armario, saturado de ropa y olor a naftalina , cuya puerta de entrada queda bloqueada cuando permanece abierta la que separa el pasillo del vestíbulo. Junto a la cortina que cubre la puerta clausurada con estantes improvisados en el vano, vi la banqueta redonda que usa para espiarme. Me subí en ella y pude comprobar el ángulo de visión que tiene: casi la totalidad de mi cuarto, de modo que cuando estoy acostado desnudo puede gozar con la exhibición de mi cuerpo.
Uno de los primeros síntomas que confirman mis sospechas fue un cambio de olor en mi axila izquierda, que transpiraba como una axila ajena: con un olor salado y penetrante, como de cebollas verdes, salvajes a veces, como de animal en celo. Este olor es muy similar al que están adquiriendo mis sábanas entre las cuales, seguramente durante mis ausencias, ella convulsiona sus muslos intentando aprisionar mis huellas: olores y vestigios retenidos entra las flores del estampado.
Este olor es también el causante de los sueños que me obligan a despertar en mitad de la noche, bañado en un sudor frío, con la seguridad y el miedo de saber que alguien, del otro lado de la puerta, intenta abrirla furtivamente. Un leve ruido de pestillo girando en la mano nerviosa del sucubo que, a los pocos instantes de inútil forcejeo, se aleja decepcionado y enardecido por el pasillo en penumbras, acaso hacia el otro cuarto alquilado.
El sueño, o la pesadilla, se retira cada tanto con leves variantes: la muñeca rubia se baja del armario, viene con los ojos muy abiertos, circundados por una aureola oscura de desvelos, trae el pelo revuelto y enrojecido como una llamarada, y un vestidito insuinante y casi transparente, que deja ver un sexo palpitante que no es de muñeca. Avanza hacia mi cama con los bracitos extendidos, con una sonrisa intencionada que acompaña con una risita idiota. Quiero incorporarme y salir huyendo, pero no puedo, entonces le arrojo la novela que estoy leyendo y que se estrella contra el armario.
La siento trepar a la cama e intento empujarla al suelo de una patada, pero mis piernas están inmovilizadas. Mientras avanza toda ella es fuego: su cabellera fuego, su cuerpo fuego, su sexo se consume entre las llamas, y a medida que se me acerca también mis brazos se paralizan, todo mi cuerpo se va quedando como muerto y no me obedece, sólo mi sexo parece estar vivo y desafiante, arde también, pero sin consumirse, pendiente de sus menores movimientos, dispuesto a atacar o a defenderme… Ella sube por mis piernas, arrastrando su cuerpo hueco, clavándome los dedos en la piel, sube hasta mi pecho y quiere alcanzar mi boca que intenta proferir un grito de socorro, pero el grito se congela en la intención, mi boca se cierra porque ella lo va sellando todo con su fuego, soldando cada una de mis aberturas, paralizando mis músculos con sus dedos de aguijón, hasta dejarme como un muñeco, idéntico a ella, tieso e inerme; un muñeco obsceno y grotesco, inflamado de ira y de deseo. Ella aprovecha mi rigidez para poseerme frenética, y a medida que va saciando sus ansias, su pelo se va apagando. Después me tiende en la cabecera de la cama como si yo fuera un enorme muñeco de adorno.
Y tal vez esté sólo con mis sueños y con ellas dos en esta casa.
Ni siquiera sé si es verdad que hay otro huésped. Si así fuera, tengo la certeza que también lo espía, provocándole las mismas pesadillas que a mí, y dejándolo igualmente hecho un trasto con que adornar la cama.
Muchas veces tuve dudas de su verdadera existencia, ese supuesto inquilino me pareció más una tapadera de la vieja y la hija, que una presencia real: como si fuera un invento para protegerse de la soledad ante la estancia en la casa de un desconocido como yo, a pesar de venir recomendado. Tal vez sea un amigo o familiar que viene a visitarlas de vez en cuando, para fingir la presencia continua de otro hombre. No lo sé, son todas conjeturas, pero intuyo que vivo sólo con ellas, en esta casa enorme llena de puertas y ventanas absurdas, de penumbras, de olores y sueños malvados.
Estas son razones más que suficientes para que no me descuide y olvide echar el pasador que me protege, para que los sueños no se vuelvan reales. Y procuro mantenerme lejos de ellas, sobre todo de la pelirroja cuando me la encuentro en el pasillo alguna mañana antes de irme a trabajar.
Pero el ritual prosigue cada noche. Me espía desde lo alto del armario, agazapada detrás de la cortina mientras leo desnudo la novela, únicamente para sus ojos. Luego se aleja por el pasillo, quizás hacia la mesa pequeña que hay allí, bajo la ventana interior y, allí subida, pueda ver al otro hombre que se le ofrezca desnudo como yo, sin entregarse. O todo lo contrario: a una señal convenida él le abre la puerta y los dos pasan una noche de frenesí, entre olor a cebollas verdes y cabelleras encendidas. Es entonces cuando me tranquilizo y me duermo.
Algunas noches puedo dormir sin soñar, entonces amanezco y mis temores parecen haberse extinguido. Pasan días en los que apenas si pienso en ellas, y hasta me despreocupo de exhibirme si sé que ella me está espiando, la dejo mordiéndose los labios de rabia e impotencia, y me cubro con la sábana, aunque tenga calor. Acaso esta despreocupación, esta aparente tranqilidad de los últimos días, haya sido el motivo del imperdonable descuido de esta noche.
Un leve sonido metálico me despierta sobresaltado, y de inmediato el silencio vuelve a apoderarse de la noche. Mi cuerpo se eriza y se cubre de un sudor fino cuando descubro mi olvido. Abro los ojos, pero la oscuridad es total hasta que se produce en ella una herida vertical de luz que dura un instante, el tiempo necesario para dejar penetrar una silueta que se desliza callada y se pega a la pared junto a mi cama.
Siento su respiración agitada, el ritmo trepidante de su corazón y me mantengo quieto, silencioso, aunque mi cuerpo tiembla y mi corazón resuena aún más fuerte que el de la silueta. Reconozco de inmediato ese olor: el olor de mi axila izquierda, el olor ajeno a cebollas verdes, a animal en celo, pero ahora, con la magnitud enorme de las pesadillas, penetra dañándome las fosas nasales. Como un muñeco que adorna la cama, así estoy, apenas respiro para no delatar mi presencia, para que no me descubra ese olor que según se va acercando se intensifica e inflama y va quemando mi cuerpo, mientras un aliento se enciende y arde próximo a mi cara, me abrasa las mejillas y los labios dejándolos hambrientos de esa otra boca que sé capaz de destrozarme con sus dientes y su lengua. Unas manos húmedas, temblorosas, me recorren con ansiedad, me extrangulan e impiden que me resista a tanta violencia desconocida. Y la presencia se desliza sobre mi cuerpo entre sudores, hasta hacerme sentir y conocer que también los sueños son verdaderos en la oscuridad. Y me abandono entre esas manos ásperas y fuertes para dejar de ser un muñeco de adorno sobre la cama, no me resisto ahora que descubro que las pesadillas son reales, capaces de desgarrarme y someterme hasta que la aurora penetre en este cuarto alquilado.
Norberto Luis Romero, escritor argentino y residente en España, ha publicado cuentos en diversas revista literarias y periódicos en Argentina, España, Canadá y Estados Unidos. En 1989 fue reeditado su libro Transgresiones, ganador, en 1983, del primer concurso de cuentos de Ediciones Noega, Asturias.