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Alejandro Badillo | | Artikel drucken
Lesedauer: 12 Minuten

Paginas_icaro2_Bild_Quetzal_Redaktion_gtEl hombre mira su rostro en el espejo. Sus ojos tratan de permanecer inmóviles en la imagen que tiembla, como estrellada por una gota de agua. La noche es un fuego fatuo. En la habitación la luna se detiene, da forma a la penumbra hasta volverla un débil resplandor, una vena de luz que intenta prender los filamentos de un foco. El hombre sigue mirándose en el espejo, en la mano derecha sostiene un revólver. Espía el arma a intervalos, siente su peso, el frío que trepa hasta los brazos. Imagina que entre los dedos, en el frío de las manos, tiene astillas de su vida, el corazón de un pájaro muerto en pleno vuelo. El hombre se aleja del espejo, da unos pasos a la derecha. El cuerpo se le llena de oscuridades repentinas. El resplandor que lo rodeaba se volatiliza, se convierte en un destello, un filo de luz sobre su cabeza. En la calle, las lámparas descubren un caldo compuesto por polución e insectos nocturnos. Un pelotón de autos espera la señal del semáforo para cruzar: en medio de los segundos resoplan, se agitan como peces hambrientos. El hombre se dirige al armario en busca de la caja con balas. En su mirada se refleja el movimiento cansado de la penumbra, el quicio de la ventana, las sombras que conjuran; vino estancado en un rincón del cuarto. Sin querer baja la vista, la boca del revólver es un demonio oscuro, el ojo paciente del cazador en medio de la lluvia. El hombre coloca una bala en el cilindro del revólver. No puede haber equivocaciones. La bala se aloja, se queda quieta, silenciosa, como si tuviera malicia y esperara un principio de violencia, un accidental contagio de pólvora. Mientras el cilindro regresa a su posición original, el hombre comprende que no es gratuita su demora, que la manera en que camina, en que respira; la forma en que dispone los platos sobre la mesa, son parte de un itinerario, de un plan cuidadosamente ensayado que empieza en algún bar de la ciudad y que termina con su mirada duplicada en el espejo, el cuerpo endurecido, el revólver apretado en la mano derecha, como un insecto vibrante, a punto de hacer chispas. El hombre esboza una media sonrisa, parece gozar en secreto los placeres de su derrumbe y el ritmo de su pulso ya no cabalga en sus brazos sino que va lento, como el siseo del fuego, como el avance enemigo en el fango que le hace percatarse que, justo en ese momento, está a la caza de sí mismo. Sorprendido, a punto de precipitarse en su propia emboscada, siente necesidad de calma, de soledad, de un par de palabras. Mira una vez más hacia la calle: la noche se eleva, el aullido del último perro se derrama sobre el asfalto. La mirada del hombre pierde fuerza, permanece inmóvil, como sumergida en el fondo de un acuario. Trata de cerrar los ojos, imitar los rezos de un hombre ahogado, devorado por las algas; pero su mente, la que minutos antes estaba desbordada y cuyos pensamientos parecían una obstinada reunión de peces, se ha transformado en una playa inerme, un hotel de cuartos vacíos. Envanecido comienza a levantar la mano, muy lentamente; el índice mantiene en tensión el gatillo y la sombra del brazo, amoldada anteriormente al movimiento, tiembla y se retuerce, como si estuviera expuesta al fuego, como si el movimiento entero estuviera dirigido por la torpe mano de un titiritero que, de pronto, olvida su obligación con la sincronía y deja una sombra abandonada, una herida en la luz que proyectan las lámparas en el piso. El pulso se acelera aunque no lo suficiente para ramificarse en los brazos, en las venas. Encima de la silla permanecen, intactos, un par de calcetines verdes, el armazón abandonado de unos anteojos. El hombre medita en estos objetos, piensa en la suerte que correrán, la cadena de manos que especularán con ellos y cuando desvía la vista de la silla para enfocar la ventana descubre, casi por accidente, que el cañón está a la altura de su cabeza, que el ángulo es el apropiado para que un tirón, un reflejo involuntario de los dedos, active el percutor y la bala atraviese su cerebro dejando a su paso un camino incandescente, una risa rota y abierta. ¿Cuál debe ser el último pensamiento antes de morir? Imagina el instante posterior al disparo, el cráneo desbaratado, la mirada anegada en sangre, el cuerpo que se derrumba, que permanece indefenso en el piso mientras el frío le llena los labios. Imagina, también, que un milagro inesperado lo detiene en la orilla de la muerte; que cada célula de sus manos, de sus piernas, de sus brazos, permanece incorruptible, dolorosamente consciente. Inmóvil en el piso, vacío de sangre, esperará la disolución del milagro, registrará con terror, con implacable lucidez, la fugaz vida de las moscas, las manchas del tiempo en las vetas de los azulejos, el progresivo deterioro de los muebles. La mirada asciende del revólver al techo. La noche es una mano cerrándose sobre la ciudad y el hombre aprovecha el momento para ensayar un tímido conteo, una cuenta regresiva que parece una oración, un lento deshielo. Sigue desgranando números mientras recuerda fragmentos de su vida: una olvidable noche de alcohol, una larga temporada de insomnio provocada por la sensación de una mujer durmiendo a su lado. Pronto olvida la secuencia, los números pierden paulatinamente el significado hasta quedar reducidos a trazos; esbozos de un movimiento que se ha estancado en las manos pero que continúa en los labios, en el sudor que empieza a bajar entre las cejas. Frente a él, en las ventanas iluminadas de los demás departamentos, el mundo se hace pequeño, un juguete olvidado, cubierto de polvo. En el estacionamiento, entre los autos, un gato araña las hojas de un geranio. En medio de los números sus recuerdos se impregnan de ceniza. La muerte es una fruta madura. La cuenta regresiva termina. El dedo jala el gatillo. El estruendo, el fogonazo de luz que ilumina la boca del cañón, son breves. La bala es impulsada por un río de humo y chispas. Los ojos del hombre son los de un pez a punto de ser sacado del agua. Y justo cuando la bala olvida las turbulencias provocadas por su despegue y empieza a interesarse en la región donde hará impacto; el tiempo se detiene. Un mosquito, adormilado por una reciente ingesta de sangre, congela su vuelo cerca de la ventana. El progreso de la luz en la pared se interrumpe y las grietas y manchas que la recorren son los accidentes de una tierra milenaria. La mirada del hombre permanece inmóvil y atenta. El ojo izquierdo está fijo en alguna parte del cuarto; el derecho permanece congelado, con el párpado un poco caído, presintiendo el primer brote de sangre, la primera salpicadura. La mano derecha está alejada de la cabeza. Los dedos se conservan engarrotados, aún con fuerza suficiente para seguir empuñando el revólver. El humo expulsado por la boca del cañón, no se dispersa, se mantiene junto, como un rebaño de ovejas observando la primera nube del mundo. En la garganta un trago de saliva se aquieta. El corazón ya no palpita, permanece húmedo y caliente; a la expectativa. El hombre no siente dolor, sólo tiene la sensación de ser un bicho cogido por las alas, a punto de ser fijado en la pared, atravesado por el alfiler del tiempo. ¿Cuándo terminará el jugueteo de Dios con su muerte? El ruido de una incipiente lluvia tintinea en las ventanas. En las calles los autos se unen en una procesión dolorosa y lenta. La bala, a escasa distancia de la cabeza, sigue amenazando desde su pasividad, desde su aparente condena. El hombre imagina que mueve la mano izquierda, que la levanta hasta alcanzar la bala. Imagina que la recorre con los dedos, que la desprende del aire como si apartara una uva del racimo. Asombrado con su nueva habilidad, bosqueja más movimientos. Después de las manos, comienza a imaginar un débil temblor en las piernas. Cree que mueve los ojos cuando recuerda la espalda de una mujer, sus uñas afiladas; las pecas templadas, dispuestas al azar sobre los hombros. Ante la proximidad de la bala, imagina calor en su pecho, el golpe de sangre que hincha los pulmones. Un cuerpo pugna por salir de otro. Del hombre inanimado comienza a brotar un hombre nuevo. La vista se le nubla. Las manos comienzan a recorrer las murallas, los edificios de una ciudad de niebla. Pronto está mirándose, de frente, con cautela, como quien observa de lejos un animal peligroso. Revisa las piernas separadas, el tronco apenas encorvado, el gesto endurecido y seco. Tiene la idea de que mientras permanezca alejado de él, mientras no se toque, tendrá los beneficios del olvido, de su transparencia. Mira sus ojos congelados, las nervaduras de sangre que los recorren; descubre su piel demasiado blanca, recorrida por indecisas sombras de árboles. Piensa que la muerte no es necesaria para ser eterno. Piensa que puede burlarse del descuido de Dios, que puede esconderse en cualquier grieta, en el silencio del cuarto. Piensa en todos los libros que podrá leer, en la minuciosidad del invierno, en la somnolencia de los muebles en el verano. Pero afuera el engranaje del mundo sigue su marcha: los autos gruñen; los insectos se alejan del polvo para aparearse bajo el fulgor de las lámparas. La habitación es la cima de una montaña, recorrida por el último aliento del mundo. La cama, la silla con los calcetines y los anteojos, no navegan en la luz, sino permanecen opacos, como animales espantados, adormecidos por el tiempo. El hombre se asoma por la ventana: descubre con maravilla que los árboles aún se agitan, que las luces de la ciudad parpadean.

dialogando_paginas_icaro1_bild_quetzal_redaktion_gtPasa la noche acostumbrándose a su nueva condición: camina alrededor de su cuerpo, se atreve a tocar con sus dedos luminosos la empuñadura del revólver, la bala aún caliente y suspendida. Trata de dispersar el humo que permanece compacto sobre su cabeza, que la rodea como una aureola. Pasan las horas. El hombre olvida su cuerpo, advierte lumbre en un rincón, un poco de azul en el cuarto. Entre las botellas vacías comienzan a brotar mariposas. En los estantes rejuvenecen fotografías, aparecen libros extraviados. En la ventana, en el estampado de las cortinas, se proyectan fragmentos olvidados de su adolescencia. Pero la noche cede, las calles comienzan a llenarse de autos, de gente.

A las ocho de la mañana, como todos los días, el conserje del edificio enciende la bomba de agua, sube las escaleras para recoger las bolsas de basura. El hombre escucha los pasos del viejo, la respiración entrecortada por el esfuerzo, el carraspeo habitual en la garganta. El conserje se acerca a su puerta, la número seis. Le extraña no encontrar la bolsa. Va a dar media vuelta cuando algo llama su atención y se acerca lentamente a la puerta.  Olisquea la madera, como si estuviera captando una antigua esencia que le aguijonea la curiosidad, el asombro. El hombre está al otro lado, transparente y volátil, una forma suelta y sin nombre. Recuerda, alarmado, que no cerró bien la puerta. El conserje se anima, alarga la mano y gira lentamente la perilla. El hombre comienza a caer.

Las manos vuelven a su tacto, la respiración se traslada a sus pulmones, la memoria se adhiere a su cerebro. Mientras el conserje completa el giro de la perilla, la habitación deja de ser una anomalía. La perilla al fin termina su giro y el picaporte se desliza a la izquierda. El instante, antes intacto, queda desprotegido. El tiempo comienza a invadir el lugar, a precipitar un grano de arena en el vacío. El conserje entra. La bala penetra, impecable, la cabeza del hombre. Un golpe de luz. La mirada vuelve a cubrirse de vidrio. El cuerpo se derrumba. Las rodillas se doblan. Un hilo de sangre sigue una ruta invisible sobre los azulejos. En la habitación hay un fragmento de hueso perdido, como la pieza faltante de un rompecabezas. El telón cae sobre el escenario aunque todavía pueden verse algunas luces, estertores en las manos y en las piernas. Sobre el piso se observa a un hombre con los brazos abiertos y torturados, fundidos por el tiempo. Las aletas de su nariz, ventanas donde hubo incendio.

Alejandro Badillo (México DF, 1977) es narrador, ha publicado tres libros de cuentos: Ella sigue dormida (Fondo Editorial Tierra Adentro/Conaculta), Tolvaneras (Secretaría de Cultura de Puebla) y Vidas volátiles (Universidad Autónoma de Puebla). Es colaborador habitual de la revista Crítica. En el 2007 y 2010 fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes. Textos suyos han aparecido en revistas como Punto en línea de la UNAM, Letralia.com, Tierra Adentro, Luvina de la Universidad de Guadalajara, entre otras. Su trabajo ha formado parte de las antologías De Párvulas bocas (Universidad Autónoma de Puebla, 2005), Piezas cambiantes. Escritores en Puebla frente al siglo XXI (Secretaría de Cultura de Puebla, 2010). Actualmente es coordinador del Taller de Creación Literaria en la Universidad Iberoamericana-Puebla y es autor de la columna de reseñas literarias “El increíble devorador de libros” que se publica todos los viernes en el portal informativo www.ladobe.com.mx.

Fotos: Quetzal-Redaktion, gt

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