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El día en que enloqueció Joaquín

Casimiro Portales | | Artikel drucken
Lesedauer: 14 Minuten

Figur - Foto: Quetzal-Redaktion, gtEse día no podrá deshacerse de la montaña desmedida de cartas que tiene enfrente, necesitará ayuda para terminar la labor. El trabajo en el periódico le resulta engorroso y no tiene la paciencia necesaria. En cualquier tiempo se recrimina de que no escuchó a su padre quien siempre le aconsejó que estudiara. Él se interesó en otros asuntos, le gustó la vagancia, únicamente cursó el segundo año de la escuela secundaria pero a quien le preguntaba para saber algo de sus estudios le respondía que ya había cursado el cuarto año de la secundaria y motivos de índole económico le habían impedido concluir el bachillerato y continuar con un estudio universitario. Está desanimado, en esas últimas semanas ha llegado correspondencia en demasía al periódico. Su ocupación se limita a leer las cartas que llegan a la redacción, seleccionar las habladurías más importantes y resumirlas, ésta no le exige talento si bien le resulta intolerable: lo tiene hasta el tope. Hay ocasiones en que el hastío lo posee y la emprende con las cartas: las avienta, aunque enseguida las recoge y las ordena; ese día su disposición de ánimo no está para tal travesura. Él cuida su aspecto y su prestigio personal, su personalidad vive en lucha contante: oscila entre la obscuridad y la claridad, el bien y el mal. Es introverso, baboso por conveniencia y tímido por herencia; su padre fue un encogido y corto de ánimo. El salario es ínfimo, apenas le alcanza para subsistir, tiene que hacer unas cuantas horas extras para medio satisfacer su glotonería, una especie de arrebato enfermizo por los bombones y los sabrosísimos chocolates con un aroma penetrante a canela, y visitar los fines de semana una casa de mancebía. No tiene mujer, su opinión sobre las mujeres es: no aportan ni una pizca a la manutención del hogar y acarrean excesivos gastos; una vez se enamoró pero no perdió su cordura conservadora, estudió en detalle y con tranquilidad la posibilidad de unirse a ella y un análisis minucioso lo exhortó a renunciar a aquel amor.

Entre las compañeras de oficina le gusta Claudia, le fascinan sus hermosos ojos negros, radiantes y acechadores, y su cuerpo fenomenal. Él la admira y alaba su forma de vestirse con elegancia, desperdicio de lujo y majestuosidad. Sabe que ella posee un carro usado, gasta buenas cantidades de dinero en perfumes, cremas, pinturas y otros artículos de belleza y, además, visita a menudo centros nocturno. Está seguro de que sólo renunciará al trabajo de secretaria cuando encuentre al hombre ideal quien debe tener una respetable cuenta bancaria, un coche último modelo, una casa moderna en uno de los sectores residenciales y, sin perderse de vista, ese hombre tiene que ser un adonis. El juicio de Claudia está en proporción inversa al suyo: ella no lo volteaba a ver ni con su trasero bien proporcionado cuyos movimientos son seductores. María es otra de las compañeras, la considera puritana y está seguro de que sus inclinaciones están más a vestir la sotana que a una vida conyugal. Piensa que en la cama es un cero a la izquierda. Él oyó que ella tiene una nada despreciable cuenta de ahorro mas no le agrada la idea de imaginarse que ella es su mujer. Caso contrario es Ester quien le atrae de una manera terrible. Ella no es tan atractiva como Claudia, sin embargo le encantan sus modos y se la imagina una campeona en los juegos sexuales. Sin tener interés en una relación formal la invitó a salir varias veces pero ella nunca le aceptó siquiera una salidita al cine. Él ha tenido éxitos, por ejemplo con Matilde, la moza de limpieza, ellos han tenido encuentros amorosos si bien él no ha sido el único, ésta ha tenido aventuras con la mayoría de sus compañeros de oficina a pesar de que está casada. Otro éxito como Casanova ha sido con doña Plácida, una señora de cincuenta y cuatro años de edad, cuyo cuerpo hermosote rebosa en mucha salud. A ella le está muy agradecido. Además de ser elegante, ella tiene un aire de distinción que lo cautiva. Las calenturas de doña Plácida son desproporcionadísimas y de cuando en cuando le regala calzoncillos, calcetines y otras prendas en premio a sus buenos oficios prestados. Gracias a ella tuvo la oportunidad de conocer unos restaurantes de lujo y locales de placer en donde ella lo disfrutó e hizo sentir a gusto. Él tiene una relación satisfactoria con las otras compañeras mas le son inalcanzables o no le atraen.

Su vida le parece demasiado monótona, tiene veintiocho años de edad y en oportunidades piensa que no son veintiocho si no cincuenta o sesenta o setenta años, cree que sus veintiocho años son uno de esos documentos antiguos. Idealiza el reino animal y tiene la seguridad de que su vida le hubiera sido más placentera si hubiera sido un animal, como un animal no poseería raciocinio y por lo tanto no tendría que padecer con los arribos de los amaneceres ni preguntarse si su paso por esta tierra tiene algunos objetivos. ¡Cómo no gozaría si fuera un animal! ¡Ah!, mas no cualquier tipo de animal. Le hubiera agradado ser una mosca o una cucaracha, cuya sola presencia le causa una tremendísima repugnancia a la mayoría de los seres humanos, para él incomprensible. Si hubiera sido un ratón: ¡qué lindura! No duda de que hubiera roído lo que hubiera encontrado al paso. También se hubiera sentido satisfecho si hubiera sido un microorganismo subyacente en la pus o moviéndose en una mucosidad anal o nasal, o, bien, un estreptococo o un estafilococo o un gusanito de ésos que viven muy gozosos en carnes descompuestas. Está hastiado, no soporta más la existencia. La maldita ciudad capital le parece un monstruo poseedor de siete mil cabezas desproporcionadas y grotescas. Los Estados Unidos de América son su país adorado por ser el país de las formas fantásticas de vida y las oportunidades inigualables; él procura para sí mantenerse informado del cotidiano acontecer político y social en ese país, lamenta que su país no es una colonia yanqui y sus compatriotas no son ciudadanos norteamericanos. Desgraciadamente, la embajada norteamericana le negó la visa de entrada al país y no tuvo valor para entrar de forma ilegal.

Se acuerda de que cuando llegó a la oficina comentó María que no parecía más el jovenazo de antes y un escalofrío le recorre el cuerpo. Ver el cúmulo de cartas y papeles encima del escritorio lo estremece más que tener que pegar una carrera, bien que él es un miembro ilustre del club de varones antideportistas. La noche anterior no durmió con agrado, tuvo una terrible pesadilla: en está se vio empapado en gotas frías de sudor y huyendo de perros rabiosos cuyos acosos eran las ansias delirantes de clavar los colmillos agudos en su carne. No está apto para hacer los resumenes de este día a pesar de que ya ha seleccionado tres chismes cuyos personajes principales son miembros de la high society nacional: una dama cincuentona quiso suicidarse cuando jugando a las cartas perdió dinero, joyas, coche, casa y estaba obligada a poner el culo a disposición del ganador; una joven dama encontró al esposo en plena copulación con su mejor amiga en los servicios higiénicos del casino que visitaban y lo encañonó con ánimos de destaparle la cabeza; un gerente de una sucursal bancaria tomó a menudo dinero de los fondos del banco para mantener los lujos excesivos de su esposa y Spinne - Foto: Quetzal-Redaktion, gtcomplacer los placeres y gustos de su querida atrayente que a los diecisiete años tenía una proporción parigual a las de la encantadora Marilyn Monroe y cuando el faltante sumó cuatro millones quinientos mil córdobas optó por autorobarse sin tener suerte. Tiene deseos de orinar, defecar en las cartas y retirarse de la oficina sin rendir cuentas a nadie. Desde que amaneció lo apresó ese arrebato de rebelarse, probablemente porque esta mañana no acudió su imagen a la cita diaria en el espejo, observó que ésta se había afeitado: en el lavamanos cuyo espejo mostraba al otro lado estaban frescas las gostas de sangre las cuales eran una prueba inequívoca de su ineptitud; pensó que ésta tuvo que asistir a un encuentro importante y ergo estuvo obligada a no aparecerse en el espejo; no aceptaba que su imagen se había aburrido ya de verlo.

Se odia de muerte. El odio le es inaguantable, le causa una agitación penosa y le parece que son grilletes las cartas y los papeles que tiene enfrente, los cuales se aferran a su cuello delgado produciéndole unos deseos urentes de escupir, mas escupir una saliva pegajosísima y escupir y escupir sin tregua hasta formar un lago pequeño, blanquísimo, extraordinarimente calmo, un lago sublime, tremendamente ideal para que se posen moscas feas y bullan en lo pegajosísimo y blanco del humor, vivan el éxtasis y gozen en las patas delgadas y velludas el soberano momento de la copulación. También le causa un dolor intolerable en el vientre cual si padeciera de un tumor maligno cuyo entretenimiento favorito consiste en fastidiarlo y mostrarle que su existencia es muy insignificante; sabe muy bien que en sus empresas no ha tenido éxitos y que tampoco ha hecho algo digno de asombro, él mismo se califica como un sujeto ridículo y se burlaba de sí mismo. Cree que su rostro se iguala al de un toro enardecido. Las paredes desnudas de la oficina periodística no le ofrecen la adecuada posibilidad para desahogar su furia. Su odio es un odio odioso, lo obliga a sentirse un ser abominable. Quisiera ser una deidad y tener la posibilidad de desaparecer al futuro a cuyo desconocimiento le tiene miedo desde la infancia y cuyas cosas recónditas no quería conocer; ¡ah! si hasta se lo imaginaba como un esqueleto de mujer cargando una guadaña. Le repugnó la fragancia de su perfume con el cual impregnó su camisa floreada comprada al fiado.

Oye una voz gangoja y su eco le martilla con fuerza en el cerebro: »Tú eres una máquina que sólo sirve para sintetizar. No ganas las congratulaciones de las damas de la high society. No usufructúas este periodicucho. Te han quitado todo esperanza de felicidad. Eres una mierda máxima, una mierda de mierdas. Eres — «
Siente asco consigo mismo, repulsión con su miseria espiritual. No soporta más. Piensa que es tiempo de enloquecer y se hunde con pesadez en el interior de su desesperación.
»Nooo— «, grita y alarma a los compañeros.
Asume un rictus maníaco que le parece perfecto para destemplar las jetas del prójimo, un rictus maquiavélico. El „Nooo— “ alterado es interminable, los compañeros lo rodearon.
»Parece que se le zafó uno tornillo de la sesera«, manifiesta Matilde, la dueña de una sonrisa casquivana, viste con limpieza y tiene entre las manos la escoba inseparable.
»Así parece«, reafirma Esther.
»Dios todo poderoso que está en los cielos y en todos los lugares de la tierra lo ampare y lo sane«, exclama María.
»¿Qué te pasa Joaquinillo?«, pregunta doña Plácida, entre tanto quiere cerrarle la boca con cuidado. »¡Cálmate!«
Él la aparta de manera brusca y continúa con su „Nooo— “ desesperado. Todos se alejan de él y doña Plácita pide que llamen de manera urgente a la Cruz Roja para que envíe una ambulancia a recogerlo.
»Sí, es lo más adecuado. Ya perturba las labores, él sabe que tenemos una montaña de trabajo«, dijo quien va hacia un escritorio en donde está un teléfono.
»Llama a la loquería, éste«, lo señala Claudia, »ya no pertenece al reino de los cuerdos.
»Claudia, ten piedad del pobre que ha perdido el alma por pecador«, pide María.
»Tengo piedad del loquito. Que ya no pertenezca al reino de los cuerdo no es más que una consecuencia de su locura. Tú misma lo has dicho con otras palabras.«
»Claudia tiene razón. Se volvió loco«, agrega uno.
»Ya lo dije: se le zafó uno de los tornillos de la sesera«, interviene Matilde.
»Se volvió loco«, repite otro.
»Sí, está loco«, aseveran todos.

Y todos coinciden en que lo cDrache - Foto: Quetzal-Redaktion, gtorrecto es internarlo en un manicomio; los embarga el miedo pues si él tiene uno ataque de furia incontrolables la emprenderá contra ellos ya sea a golpes o a cabezazos o a patadas, igual que los locos cuyos ataques de furia habían visto en las pantallas de televisión.

Él ve a los presentes con sus ojos achicados, está seguro de que presenta un buen espectáculo. Cree que la locura es menos dañina que la realidad y es la única puerta para salir del averno, es muy probable que siendo un loco tendrá la confianza necesaria para tratar de alcanzar lo en extremo inalcanzable. ¡Ah!, será un hombre feliz: un hombre-feto o un feto-hombre, igual al ser que fue en un pasado cuando se lanzaba tenaz y sin preocupaciones a tratar de salir a la luz y bajar el telón de su segundo acto existencial. Supone que la gente lo llamará con parquedad „Loco“ y le satisface saberlo pues detesta su nombre. Creará su propio mundo, se arrastrará por donde se le antoje, dejará un río pequeño de baba en todos los lugares. Él, quien padece de pedorreras, no tendrá ya por qué tirar sus pedos hediondos en secreto. Despreciará a la realidad y no tendrá por qué afrontarla: un enorme caparazón lo protegerá contra ésta. En el quehacer de loco amará a la nada, menospreciará con falta de cortesía a las personas cuyos rostros destemplados o cuyas sonrisas estúpidas no le gusten. Se deleita en pensar que quemará las cartas que llegue a tener al alcance, bien que puede comenzar en este instante mas dice para sí: »No es adecuado. Ningún médico ha dado aún el dictamen. Debo esperar. Seguro que me llevan preso por atropello y violación a la propiedad privada si quemo las cartas y los demás papeles.«

Lo llegan a recoger y no opone resistencia. Los compañeros de trabajo quienes lo ven como un animal raro se entretienen con comentarios necios y sarcásticos a los cuales él no les presta atención, piensa que más tarde o más temprano se darán cuenta cada uno de ellos de la propia situación miserable: él es docto y ha asumido el papel de loco. Se lamenta de que ni siquiera es merecedor de una fotografía para aparecer en una de las páginas del periódico pese a que su caso está fuera de lo común mas se consuela diciéndose: »No vale la pena amargarse, una nueva vida debe iniciarse sin amarguras.« Asimismo cree necesario e indispensable que no debe de continuar odiándose; es más lógico y afortunado amarse a sí mismo por acabar de un tajo con la farsa fastidiosa cuyos enredos habían sido su existencia. Se dice que en el manicomio contará grandezas de su vida, vituperará sin recato a cualquier persona, piensa que nadie reclamará contra él. ¡Ah!, se cuidará de no hacer cualquier clase de tontería para evitar palos e inyecciones en el cuerpo. Los enfermeros le ponen una camisa de fuerza en tanto él se deleita con sus pensamientos. Lo trasladan adonde está la ambulancia la cual lo transportará a su futura residencia. En la calle se aglomeran los transeúntes para verlo de cerca. Los enfermeros lo suben a la ambulancia, ésta se pone pronto en movimiento y se aleja del lugar. Él sigue pensando que será el loco más inteligente, de pronto ve en una de las ventanillas de vidrio de la ambulancia que su imagen está instalada ya en uno de los pasillos del manicomio, riéndose con agrado de él que llegará tarde a la cita.

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