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Sucesiones

Juan Antonio Carazo | | Artikel drucken
Lesedauer: 6 Minuten

NO DEPENDO DE NADIE. Soy mi propio señor.
No insisto en abandonar mi callejón sin salidas.
Ese callejón sin salidas es uno que yo inventé.
No le tengo miedo a las penumbras, cuyas caprichosas sombras aparecidas entre los agujeros de luz y de obscuridad acostumbran tomarme por la cabellera.
Soy imberbe y me siento muy satisfecho de serlo.
Me fascina una atractiva bailarina de la ciudad de Munich del año de mil novecientos catorce.
Colecciono viejas revistas de pinturas y fotos.
Poseo una revista en donde aparecen dos fotografías de dos actrices: una con unos lánguidos ojos, cuyo papel es el de Iphigenie en Breslau, Ohlauer-Straße Nr. 4; y otra, restregándose con desesperación sus manos blancas, cuyo papel es el de Lady Macbeth.
No quiero ser una pesadilla ni morir olvidado.
No quiero ser indefinido ni grosero ni vulgar.

UN REY EGIPCIO mandó a tirar una botella en las aguas saladas del mar Rojo.
En la botella introdujo un pergamino, cuya lectura informa acerca de la historia de su vida escrita por uno de sus escribanos.
La historia de su vida fue la historia de su aburrimiento.
El rey egipcio se suicidó después de haber mandado a tirar la botella en las aguas del mar Rojo.
No quiero ser ese rey egipcio que se suicidó.

ME EMBELESAN las historias de piratas.
Debió ser fascinante ser pirata.
Un pirata era un ladrón que robaba en el mar y estaba impulsado por la pasión aventurera y no por el dogmatismo.
Me hubiese gustado haber sido pirata como sir Francis Drake.
La piratería en los mares no es rentable en estos tiempos.
La piratería moderna es en los cielos.
Hay quienes tienen la opinión de que un pirata es un terrorista.
Cierto es que los terroristas, comúnmente, ejercen la profesión del pirata.
Un terrorista es un ser que rinde tributo al terror.
El tributo al terror del terrorista es el espanto y el miedo de la gente obligada a estar bajo su dominio.
Un terrorista puede ser un asesino, los límites entre un terrorista y un asesino no existen.
Un terrorista es un apóstol de una religión o un partido.
No soy pirata de los mares.
Soy pirata de los diccionarios, robo palabras de diccionarios.

ME GUSTA visitar museos.
La historia de un país se expone en los museos.
En mi país hay pocos museos.
La historia de mi país va de boca en boca: está en la lengua de los ciudadanos.
El museo del amor es un museo íntimo, es el de cada amante, en cuyo sitio luchan los sentimientos.
El museo del amor no es un museo pornográfico, mas la pornografía tiene un lugar en el museo del amor.
Pornografía no es sinónimo de obscenidad.
La pornografía es saludable.
A mí me atren las estancias del amor pornográfico, en cuyos espacios son una amante una deidad y una esclava y un amante un ser mitológico (héroe y Dios) y un ilota.

LA LENGUA DE MI PRIMA C. era roja, de un rojo intensivo.
Me hubiese gustado haberle chupado su lengua roja y haberle absorbido su historia.
Figuraba su lengua una cereza dulce de color rojo obscuro o un albaricoque de sabor agradable, pese a que los albaricoques son amarillentos.
Ella fue mi museo del amor.
Verla era obtener la visión de la fortuna y la fantasía (la fantasía es la más apreciada posesión del ser humano, sin fantasía no hay poesía).

FUI HUÉSPED en una casa de madera barnizada.
La casa tenía un tejado rojo y estaba rodeada de árboles frutales y un sinnúmero de gusanitos de singulares colores verdes y muy amarillos.
En esa casa se hospedó una famosísima pulga barrigona, cuyo fastidio de ser considerada un bicho perjudicial la motivó a convertirse en un animal útil.
El escritorio y la máquina de escribir y los cerros de papeles y cuadernos y libros y lápices y trastes de la cocina y la cama y el espejo fueron parte de los diversos objetos que me rodearon en donde se hospedó la pulga barrigona.

EN UN GRAN VASO CERVECERO DE VIDRIO, cuyo interior contuvo una cerveza holandés que disfruté, me complací viendo una carretera de verde entenebrecido en donde no circulaban los coches azules ni las bicicletas, una carretera cuyas alamedas eran rosada, muy rosada, y cuyos árboles tenían hojas rosada desagradables, un puente azul en uno de los extremos contrastando con las alamedas rosada y las sombras de color azul celeste de los edificios y el amarillo del fondo del cielo, un amarillo amarillísimo, más amarillo que el pasto del campo de trigo en donde se paseaban unos camarones (a propósito: los mares poblados de camarones son mares olorosos a camarones; un camarón es un animalillo, cuya virtud es poseer la paciencia más grande del mundo).

EN UN ÉXTASIS he visto una roca en las aguas de un mar color azul de lejanía, cuyo parecido era sin par al color azul inigualable de un cuadro de Claude Monet.
Era una roca con una abertura como un arco y se acomodaba placenteramente al pasatiempo de unas olas pequeñas y muy perezosas.
Sentado sobre ésta estaba un viejo canoso con un catálogo antiguo de una exposición de pintura, publicado en Berlín, cuya encuadernación era en cuero.
Él se distraía viendo una selección preciosa de los mejores cuadros del movimiento expresionista.
En la distancia me parecía el viejo un brazo alzado, cuyo delgado dedo índice de su mano derecha recomendaba, reclamaba, acusaba, sentenciaba y negaba.

BUSCO COMO UN LOCO el destino de una caricia.
Se me perdió desde hace tiempo y no sé qué rumbo tomó.
Quizá se escondió en un cerro de alfileres y hebras de hilo o en los colores de la furia de un chispazo de odio o en las pupilas grandes de un horizonte etéreo poblado de salamandras viejas y vientos milenarios.
No es un sol amarillo como una espiral de fuego, ni unas palomas cuyas representaciones son líneas negras dibujadas en el ombligo tierno de la abultada lejanía.
Es una sonrisa igual a un castillo a orillas del Rin.
He de encontrar esa caricia cuya pérdida es un misterio.
No me importa perder el tiempo, ni la razón, ni servir de diversión a unos pilluelos cachetones poseedores de sonrisas como pasteles ricos de manzana.

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