Ahora que la veo, me parece abismal que haya podido encerrar tanto en tan pocos ojos. Con un movimiento de cejas podía reproducir un cielo apaciguado y al segundo instante la tormenta que desvencijaría el barco.
Tiernos son sus ojos en esta suspensión, señorita Paz. Pero, qué es lo que usted escondía allí, allí detrás de las pupilas. Muchos la llamaron mezquina, otros enferma, loca. Creo que nunca podré saber qué mismo fue usted, señorita Paz.
Su tienda era mágica, tenía de todo: desde un tornillo para las aspiradoras que aun no venían del primer mundo, hasta chalinas voladoras que en otros sitios se utilizaban como alfombras. Durante mucho tiempo dejé el dinero de todos los domingos en aquella tienda. Siempre entraba por los chocolates que tenían el centro de menta y salía comprando la postal de un basebolista de apellido latino, claro, autografiada y todo. Hasta ahora nadie en el pueblo me ha podido explicar cómo se juega ese deporte que tanto gusta a los lejanos gringos. Usted señorita Paz podía tener los ojos más dulces para embaucar. Creo que nadie en el pueblo se salvó de comprarle alguna inutilidad.
Todos también se preguntaban que qué demonios hacia usted con tanta plata, dónde la metía, porque siempre vestía la misma ropa negra ensebesida, siempre olía al mismo pan rancio y en los mejores días a galleta dura de las últimas navidades. Siempre vivió en la misma casa grande del siglo pasado con la pintura y todas las guaraguas originales. Nadie supo nunca qué demonios hacía usted con la plata.
Al hablarle me da la impresión de sentir su ira, su tempestuoso mar. Que azul tan cristalino tienen sus ojos. No sé si recuerda la primera vez que traté de buscar en ellos su último instante, la última imagen retenida en sus pupilas. Hurgué y hurgué en la imagen de la pantalla hasta que encontré sombras, sí sombras nada más. Increíble lo que se puede hacer con una cámara digital y un computador. Sí, ya sé que a usted le salieron úlceras el momento en que mi hermano comenzó a mandar esas sofisticaciones a mi padre desde la Jony. Habían tormentas en sus ojos cada vez que alguien pasaba con una licuadora, un televisor a color, una cámara de vídeo, una computadora o algo así desde mi casa. Pobre señorita Paz, es que usted nunca tuvo ganas de renovarse, se quedó con las inutilidades que le enviaron alguna vez sus parientes desde cualquier parte del mundo. Ya nadie quería endeudarse con usted sino con mi padre, con el que les vendía cosas útiles y además, todos sabían que es lo que se hacía con la plata: terrenitos, carritos, mocitas y etc, etc, me oyó señorita Paz.
Ah, pero estábamos hablando de cuando estaba buscando la última imagen que captaron sus ojos. Comencé a ampliar los claroscuros, cada vez más y más hasta que fueron imágenes definidas, pero seguían siendo sombras, quizá porque su alma es negra seño Paz, qué dice usted. A esa negrura tuve que darle color, sabor, ahorita mismo le pongo una salsa de Blades, sí del Rubén seño Paz, es que ya me puse clásico. Pues puse color y lo primero que me helo la sangra fue ver en el recuadro de la pantalla la cámara digital. Entonces recordé lo suyo señorita Paz, su última víctima mirada.
Estaba encaramado en la viga de su cuartito de dormir, sí porque era tan descuidada que ni siquiera reconstruyó el cielo falso que alguna vez hubo allí. Estaba captando todos sus movimientos -con mi cámara digital, claro está- y de pronto asomó el gato – miau miau miaaaaaaaaau, maldito gato-, usted subió sus ojos mar, yo volví los míos al gato y pisé en la viga equivocada. Caí sobre usted y la cámara directo en su rostro, pobres sus ojitos víctimas indefensos.
Nunca llegaré a saber qué hacía usted con la plata y sólo me quedé con sus últimos movimientos grabados. Luego toqué su yugular y no hubo pulso pero sus marecillos seguían expectantes. Cuando quise irme usted agarró mi pierna y me clavó los ojos. Por poco muero, sí, eso también lo filmé. Me pregunto si esos ojitos pueden verme desde el recuadro de la pantalla. Sí, quizá luego filmo la pantalla y lo averiguo, pero luego, ahora sigamos con el asunto de su cuarto. Retiré bruscamente mi pierna de su mano y usted quedó con la garra y la mirada al aire, como pidiendo que no la deje, o quizá que vaya con usted. Salí de su casa con un zumbido en la cabeza y sus ojos, su última mirada azul. Apenas llegué al cuarto conecté la cámara a la computadora y puse la imagen de sus ojos en la pantalla, la amplié, vinieron las sombras que ya le mencioné y saqué una impresión de esa última mirada y usted seguía viéndome (sigue viéndome) desde el papel.
Ahora estoy seguro que desde allí sí puede usted verme, estoy seguro, me escucha señorita Paz, o necesitaba también que le haga la impresión de una oreja.
Sí, lo primero que se delineó entre las sombras fue la cámara digital, luego mi mano, mi brazo, mi cuello, mi cara y el gato junto a mí, ronroneando a su garra que me llamaba. Ahí estábamos yo y su gato, encerrados en su último instante.
Sí, tengo que decirle que se me erizó la piel. Pero eso no es lo peor, no seño Paz, qué va. Luego recordé aquello de los ojos de la Virgen de Guadalupe, aquello de que en sus ojos quedaron grabadas imágenes del momento de su aparición. No intento sugerir que usted sea virgen o algo parecido, sólo fue una conexión de datos que produje cuando vi su foto en la mesa, junto al computador. Pensé entonces, ¿será que la vieja sigue viéndome desde allí?, y temeroso agarré la cámara y filmé la fotografía. El mismo proceso, comencé a trabajar con la imagen de la foto en la pantalla. Ampliación, más más más, sombras definidas, ponle color, más intenso y ya, ahí estaba nuevamente la cámara digital y mi mano. No se lo niego, me tranquilizo ver eso porque pensé que era la misma imagen en su habitación. Luego siguieron apareciendo más formas, y fue definiéndose el perfil de la pantalla del computador el cuadro de Miró que está en la pared a mi izquierda, la cámara mi mano mi brazo mi rostro y la lámpara de papel que pende del tumbado, esta lámpara que parece un ojo hueco. Fue como si hubiese revelado una foto de mí mismo contra un espejo tendido en la mesa, terrible señorita Paz, terrible que usted pueda verme desde el papel. Por eso tengo la certeza que incluso ahora puede verme desde ahí, desde la mesita de junto, así enmarcada como está. ¿Quiere verse usted ahora? Venga, venga con confianza, la pondré en el mejor ángulo contra la pantalla. En este recuadro le volveré a pasar el último film de su vida, de una de sus vidas, porque ahora tiene otra. ¿Verdad señorita Paz? En este otro recuadro le pondré esta última conversación. Le va a gustar señorita Paz, con el un ojo puede ver lo uno y con el otro lo otro.
– Miau miau miaaaaaaaaau
Ahora que la veo, me parece abismal que haya podido encerrar tanto en tan pocos ojos. Con un movimiento de cejas podía trastornar un cielo apaciguado y al segundo instante la tormenta que desvencijaría el barco.