¿Has sentido alguna vez que se te quiebra una vela o se te daña la brújula? ¿O que debes salir aún a sabiendas, a sintiendas, que un rayo te partirá al virar la esquina? Sí, alguna vez debes haberlo sentido.
No se sabe a qué santo uno debe encomendarse, el vaso de agua no te recompone el pulso, y la ducha sólo te entumece. Luego piensas en que te aguardan dos alternativas: o sigues, o te quedas.
Si te quedas nadie te llora, te envidian nada más, y si sigues, te lloras, te compadeces a ti mismo.
Hasta ahora he sido lo que se puede llamar todo un “seguidor”, y tengo la habitación repleta de velas trizadas y brújulas desvencijadas. Así mismo siete metros de cicatrices del mismo rayo que me atacó siempre en la misma esquina.
Esta vez dudo en seguir. Ya no queda espacio en la habitación y tampoco piel para el suplicio. Por eso te escribo, para que me alientes, o por lo menos para que me regales dos centavos de lágrimas.
En el último tiempo he jugado demasiado a hablar sin dar la cara, incluso contigo, a inventar amantes y amores. Lo que pasa es que sin dar la cara como que las palabras se deslizan por su propia realidad, se retroalimentan en su propio universo, en su creación particular. Lo malo es que en esos casos las palabras no pasan de ser un sueño recurrente y concatenado, garabateado. Lo que se palpa y se siente se convierte en la contraparte, en el espejo distorsionante, roto, mentiroso. De allí que hay ocasiones en que no se sabe en qué dimensión es mejor vivir, si en la de los sentidos o en la de la palabra.
Recuerdas como empezó lo nuestro. Un solo encuentro, intercambio de direcciones y miles y miles de palabras. Ahora estoy seguro de haberme enamorado verbalmente, hasta sustantiva y sustancialmente de ti, participialmente no, por completo, enteramente, no en partes.
No sé si nuestra relación hubiera funcionado tan bien si nos hubiéramos tenido el uno al otro, cerca, cuerpo a cuerpo, al mejor estilo épico.
Sólo mediante la palabra pude inventarte una vida perfectamente acoplada a tus exigencias. Creo que tú jugaste a lo mismo porque nada puede funcionar tan de maravilla. Ese juego me llevó, como te dije, a inundarme de ti, la una dimensión comenzó a distorsionar y afectar a la otra. Me sentí hastiado de mi esposa. Sí, estoy casado, y si te lo hubiera contado antes creo que lo nuestro no hubiera funcionado tan bien. Ese hastío me indujo a maquinar la manera de alejarla de nosotros. ¿Pero cómo podía hacerlo sin lastimarla, a ella, la sensible, la comprensiva, la amante esposa? Realmente nunca tuve de que quejarme, ni siquiera me daba motivos de celos, nada, aburridamente esposa, pero real, por eso no calzaba en nuestro mundo. ¿Me permites repetir que te amo?
Mi ventaja fue que la conocía de pies a cabeza, desayuno, almuerzo y merienda. Así que me pregunté que qué sucedería si de pronto un desconocido comienza a describirla por completo, a jugar con sus debilidades y a inventar un mundo perfecto para los dos, para ella y para él. Pero a la vez surgió la interrogante de cómo iba a conseguir un desconocido con la suficiente inteligencia como para procesar todo lo que yo le dijese y para actuar de la forma como yo quería que actuase. La respuesta era sencilla. En la dimensión de los sentidos necesitaba de un milagro para encontrar a tal persona, pero en la dimensión contraria el desconocido estaba al alcance de mi mano.
Luego de poco batallar la convencí de que saque una dirección propia en el correo electrónico. Que con quién iba a hablar, pues con sus amigas que vivían fuera del país, o a la final hasta conmigo cuando tenga que salir de viaje. Luego envió muchas cartas (cartas en el sentido electrónico, no manuscrito) a sus amigas, sólo un par le contestaron, pero luego entró en escena Arturo Santiesteban, el hombre que se había enamorado a primera vista de ella, el que la conocía perfectamente con tan solo haberla mirado una vez, el que la extrañaba, aun sin haberse acercado o alejado de ella, el que le escribía versos enamorados, el que de rodillas (electrónicas) le imploraba amor. Ella fue dura durante largo tiempo. Únicamente contestaba sus cartas por cortesía, demostraba que no le cabía la menor duda de que a quien amaba era a mí y él no tenía la menor oportunidad. Sin embargo él pensó que la perseverancia rompería la firmeza de mi cónyuge, pero no, la perseverancia no rompió nada. Un día me cansé e hice como si estuviera ocultando desesperado una carta del correo electrónico. Ella estuvo muy cerca y se percató muy bien cuando cerré apresurado el recuadro y quedé nervioso, casi tiritando. La siguiente ocasión me aseguré que ella vea mi clave de acceso al correo electrónico, es más, para asegurarme que la tenga, le recordé de manera inocente cómo se llamaba la ciudad donde nací. Al regresar por la noche la noté furiosa pero controlada. Funcionó como quise que funcionara. Ella entró en mi correo y leyó todas y cada una de tus cartas. Me dejé descubrir. Claro no me decía nada porque su dignidad no le iba a permitir confesar que cometió la indelicadeza de desconfiar de mi y husmear en mi correspondencia, ella era así y yo lo sabía. Entonces entró en práctica la segunda fase del plan, Arturo Santiesteban escribió su última carta desesperada, o ella iba a su encuentro para vivir felices los dos, por siempre, o él se quitaba la vida.
Él vivía en Madrid, en una dirección que saqué de una guía turística, y le iba a mandar un pasaje sin regreso, porque así de seguro era su amor, le iba a esperar en su casa porque si iba al aeropuerto y no la encontraba se hubiera tirado al primer auto que pasara y él realmente quería morir tranquilo, dejando que el gas de la cocina invada su departamento con el atardecer, durante el tiempo que ella necesitaba para ir desde el aeropuerto hasta su puerta, que por supuesto estaría abierta, para ella.
Ella se marchó hace dos semanas sin decirme nada, tampoco ha llamado. Hay veces en que dudo si el tal Arturo existía o no. La verdad es que te amo pero la extraño, la vida estaba bien hasta antes de querer juntar las dos dimensiones. Creo que nunca se podrán reconciliar y la extraño, me hacen falta los sentidos, ahora soy como un fantasma. ¿No sé si has sentido alguna vez que se te daña una vela o se te quiebra la brújula?
¿O que debes a sintiendas aún, virar un rayo salido para que te parta una esquina?
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Bildquelle: [1] Quetzal-Redaktion_cd