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Monstrum Horti

Norberto Romero | | Artikel drucken
Lesedauer: 13 Minuten

Para Estela, in memoriam

Lo descubrió la abuela, cuando fue a recoger acelgas y otras verduras para hacer la comida. Era uno de esos días que amanecen con niebla y a media mañana despejan y se vuelven brillantes y maravillosos.

Entró corriendo, disparada hacia la cocina, gesticulando, y se quedó muda en un rincón, con el semblante más blanco que un papel, y señalando hacia la huerta. Con el susto se le había desarmado el moño y el pelo gris le caía cubriéndole parte de la cara. Nunca la habíamos visto con el pelo suelto y, para mí fue como descubrir a una abuela impostora.

Nos sobresaltamos creídos que le habría mordido una culebra, de las que abundan en el jardín y en la huerta, o tal vez alguna otra alimaña; pero la abuela es una mujer valiente y fuerte, de las que no se asustan con facilidad, menos aún por una culebra. Recuerdo cuando se desbordó el río en una de sus inesperadas crecientes, y se arrojó al agua para salvar a un cordero que la fuerte corriente arrastraba; nadó con firmeza a pesar del enorme caudal y al fin pudo rescatarlo. Después, como nadie lo reclamó, nos lo comimos en navidad.

Cuando logramos calmarla y hacer que recuperara el habla, dijo entre jadeos:

–(Está escondido entre las tomateras!

Le preguntamos qué había visto allí y nos respondió:

–(Un monstruo!

Nos miramos entre sí, incrédulos y sorprendidos. Mamá me hizo un gesto de recelo con la mirada. A Estela, mi hermana, le brillaban los ojos de alegría. Cuando comenzó a coleccionar insectos y era apenas una mocosa, había irrumpido de la misma forma que la abuela, diciendo haber visto un viejo horrible en el jardín. Una vez que papá la hubo calmado y medio convencido de su error, la llevó de una mano afuera de la casa donde le mostró el espantapájaros colocado por él esa misma mañana, junto a los almácigos de pensamientos recién sembrados. Estela se había sentido ridícula, a pesar de su edad, y nunca, desde entonces, volvió a asustarse. No obstante, y aunque sé que le hubiera gustado atraparlo, la noté un tanto inquieta cuando la abuela hizo referencia al monstruo.

Quise dispararme a la huerta, pero mamá me retuvo, no por miedo al supuesto monstruo en el cual no creía, sino para evitar los destrozos que yo pudiera hacer a las plantas con mi afán por verlo.

Papá y el abuelo salieron enseguida, aunque muy poco convencidos, llevando la escopeta de dos caños, la misma que utilizan para matar iguanas y comadrejas. Mamá nos mantuvo a Estela y a mí a su lado, mientras observaba a la abuela con cierta suspicacia, como exigiéndole una explicación razonable. Ella se limitó a santiguarse, al tiempo que le volvían los colores a la cara, y retomaba sus tareas con aparente serenidad, aunque herida en su amor propio.

Tía Eugenia, mientras retorcía las manos en el delantal negro, aseguraba, con su porte y altanería habituales, que eran puras fantasías de la abuela. Pero yo le observé la boca y noté que el labio le temblaba más de lo normal.

Papá y el abuelo no tardaron en volver diciendo que no habían encontrado nada, únicamente algunos sapos tempraneros y un enjambre de alguaciles azules y verdes arremolinados torpemente en la acequia. Habían mirado por toda la huerta, en particular en las tomateras, y también en el jardín y en los límites de la hacienda, cerca del arroyo, sin haber hallado rastro de monstruo alguno.

Intentaron apaciguar a la abuela convenciéndola de su error, pero procurando no hacerla quedar como una mentirosa, para no herir sus sentimientos. Pero ella siguió intranquila e, indignada ante la incredulidad general, juró que lo había visto con sus propios ojos, y se los tocaba por debajo de las gafas para ser más convincente. Se disgustó con todos, pero en especial con tía Eugenia, la del labio leporino, y permaneció irritada el resto del día, dando gritos agudos y dejando caer lo que tuviera en las manos, ante el menor ruido. Así de sobresaltada anduvo la abuela.

Por la tarde, un poco más calmada y haciendo uso de un tono de voz suave y convincente, volvió a rogarnos que le creyésemos, y que por favor buscáramos poniendo más cuidado y atención. Por respeto a sus canas, mi padre y el abuelo asintieron, y fueron a buscar la escopeta y la pala afilada de matar víboras.

Esa noche nos vimos todos contagiados de su miedo, y a cada momento nos parecía oír ruidos afuera, y en especial en la huerta. Estela levantó la mirada de sus insectos en varias ocasiones, irguiéndose, escuchando con atención, con un alfiler de acero congelado un instante en el aire, a medio camino entre el impulso y el bicho muerto. A pesar del malestar general, esa noche procuramos dormir sin sobresaltos. La abuela, me consta, no pudo pegar ojo en toda la noche: la oí levantarse en varias ocasiones y abrir las ventanas de su dormitorio que dan a la huerta, aunque procuró hacerlo en el mayor silencio. A tía Eugenia la sentí roncar, pero por momentos sus ronquidos se interrumpían, como si se sobresaltara.

A la mañana siguiente, Estela nos contó que había tenido una pesadilla, y que en ella se había visto asaltada por sus propios insectos, ahora agigantados, que salían de sus cajitas de plástico e intentaban atravesarla con enormes alfileres. La abuela, al escuchar esto, se santiguó y volvió a repetir que ella no afirmaba nada que no fuera la verdad, y que iba siendo hora de que esa chica dejara de juntar esas porquerías de bichos y comenzara a dedicarse a menesteres más femeninos. Preferimos no discutir con ella y cada uno siguió con lo suyo.

Con los días se fue olvidando del asunto, aunque a menudo nos hacía preguntas tales como:

–(Estuvieron en la huerta esta mañana? Creo que los tomates deben de estar maduros…

Estela y yo cruzábamos sonrisas y mamá nos fulminaba con una mirada. Tía Eugenia, en uno de sus momentos de mal humor, le mandó a que fuera ella misma a recoger los tomates. Y el labio superior le volvió a temblar, desafiante.

La abuela no volvió a salir desde el incidente, y a partir de entonces, me ocupé yo de recoger las verduras. Además, me servía de excusa para jugar en la huerta y buscarle bichos a mi hermana, ya que habitualmente me lo tenían prohibido por temor a que estropease las plantas.

Estela y yo, desde lo más profundo, anhelábamos que lo ocurrido fuese real; por la reputación de la abuela de mujer honesta y valiente, y también por nosotros mismos, pues nos entusiasmaba la ilusión de ver al supuesto monstruo con nuestros propios ojos. Aunque estoy seguro de que mi hermana deseaba procurárselo para su colección y disecarlo, arrancarle pelos y muestras del cuerpo para observarlas bajo el microscopio.

Cada mañana recogía las verduras que mamá me indicaba y de paso me entretenía en el gallinero juntando bichos para Estela. No sentía miedo, sin embargo, cada vez que me inclinaba para arrancar las verduras y daba la espalda a las tomateras, perdiendo la visión total de la huerta, me invadía un ligero temor; una inquietud nada fácil de aplacar hasta que no volvía a ponerme de pie.

Una manana tuve la sensación de una mirada clavada en la nuca. Me volví con rapidez y lo vi: refugiado en el interior del ángulo espeso formado por las cañas que sostienen las plantas, estaba muy quieto, parecía no respirar. Me miraba con ojos pequeños y vivaces, oscuros y húmedos, con lagañas acumuladas formando una bolita negra endurecida. Nos sorprendimos mutuamente y permanecimos mirándonos, estudiándonos, cada uno concentrado en el aspecto del otro y a la expectativa de un posible movimiento, de una muestra de nerviosismo para disponernos a huir, o a atacar. Ya más calmado, procuré acercarme y, cuando avancé un pie, desapareció como un relámpago. Me acerqué al sitio donde había estado: el pasto y las hojas estaban ligeramente aplastados y cálidos, como si aquello fuera un nido. Salí corriendo con el corazón agitado. Estuve a punto de gritar pero me contuve al llegar a la puerta de la cocina. Una vez dentro, disimulé lo mejor que pude mi agitación y me callé lo ocurrido.

No conté nada por temor a que, como a la abuela, no me creyeran, pero fundamentalmente, porque sentí que él me pertenecía como algo íntimo y secreto y, porque si no lo delataba quedaría a salvo de la escopeta de papá. De contar lo ocurrido, no tardaría en acabar como las comadrejas o las iguanas: hecho un colador a perdigonazos; o bien con un tajo entre los pequeños ojos negros, consecuencia de un golpe certero de pala. Acaso su final menos cruel hubiera sido acabar en un frasco con formol, en un estante del cuarto de mi hermana, con un rótulo en latín pegado: „Monstrum Horti“.

A partir de entonces, mamá no comprendió mi imprevista solicitud por recoger las verduras, tampoco sospechó nada, pareció olvidar al monstruo, creída que mi verdadero interés era juntar insectos para Estela. Adoptaba un aire resignado cada vez que le pedía la canasta. Tía Eugenia, en cambio, algo sospechó, ya que me rondaba a todas horas y me espiaba desde la ventana de la cocina mientras yo estaba en la huerta. Se olía algo, y el labio le temblaba como a un enorme conejo a la defensiva.

A pesar de mis reiteradas idas y venidas a la huerta, nuestros encuentros fueron escasos y sucedieron siempre de la misma forma: él, refugiado en la tomatera; yo, sentado encima de la canasta invertida, comiendo alguna zanahoria recién arrancada. No hacíamos otra cosa que mirarnos, aunque mi afán por acercarme apenas me dejaba estarme quieto un instante.

Miraba sus ojos serenos, concentrándome en sus pupilas dilatadas por la niebla de la mañana, y podía ver en ellas cuanto ocurría en su mente. En el fondo oscuro de sus ojos flotaban en un remolino sus pensamientos. No eran palabras como las mías, sino imágenes fugaces aunque nítidas. Entre ellas vi con toda claridad mi casa, como si surgiera de la bruma de sus pupilas, y vi el monte cercano y la huerta, también una abertura en la ladera de un monte que no conozco, un sendero trazado en la espesura que avanzaba velozmente entre los espinillos. Vi también el cuerpo mutilado y sin vida de un cordero, y la sangre que fluía de su garganta de la misma manera que sale a chorros del cuello de las gallinas colgadas por la patas, cuando la abuela las degüella; o de los orificios que dejan los perdigones en el cuerpo de las iguanas cuando papá acaba con ellas con su escopeta. También me vi a mí mismo, sentado en la canasta, reflejándome como en un espejo líquido. Tuve la sensación que sus ojos eran los míos, y que a través de ellos, podía ver el mundo de una forma inusual, velado por una tenue cortina de vértigo y tinieblas que, a pesar de su imprecisión, destacaba el lado oculto de las cosas, aquel que las hace más intensas y terribles, pero también más reales.

Dialogabamos con los ojos: yo le contaba cosas de casa, de mi familia, de la colección de insectos de Estela, de la forma en que los mata vertiendo sobre ellos una gota de formol, de cómo los atraviesa con un alfiler de acero brillante, del nombre científico que escribe en un rótulo con esmerada letra de imprenta: „Scarabus Auratus“, „Argiope Argentata“… ; de papá, la vez que salió a dar caza a una iguana que devoraba los huevos de las gallinas y de cómo le descerrajó un tiro en la cabeza; de cómo posteriormente el abuelo curte las pieles secándolas al sol durante meses; de la forma en que las gallinas caminan sin cabeza, como si siguieran vivas, después de haberlas matado la abuela; de la envidia de mi tía Eugenia a la inteligencia y juventud de Estela; de su amargura de solterona a causa de su labio leporino; de mamá que me prohíbe ir al gallinero a buscar bichos; de lo que yo quisiera ser de mayor… Sé que a él le gustaba que yo le contara todas estas cosas, mientras permanecía impasible, mirándome fijamente como si también él leyera en mis ojos; y en los suyos aparecía un pozo de tristeza y una súplica: que no lo delatase, que no desatara sus instintos de monstruo y lo pusiera en situación de tener que atacarme, ya que éramos enemigos naturales. A veces le murmuraba muy bajito para no asustarlo y evitar que desapareciera de la huerta. Mis palabras, o acaso mis ojos, tenían el poder de tranquilizarlo, de adormecerlo.

Afortunadamente, fueron dejando de prestar atención a mis viajes a la huerta, como si se hubieran cansado de mí y olvidado del monstruo; incluso tía Eugenia no se acordaba de él. Ni siquiera les importaba que recogiera insectos para mi hermana, ni que pasara las horas entretenido entre las plantas. Estaba seguro que el monstruo ahora ya era mío, a pesar de haber sido la abuela quien lo descubrió aquella mañana. Era mío porque yo comprendía y participaba de su temor a los humanos y al mundo que le era hostil y enigmático, y también porque vislumbraba sus instintos con toda luminosidad.

Mi privilegio de leer en sus ojos aumentaba día a día: no sólo lo vi viviendo fuera de la huerta, también conocí su historia. Dejó de tener misterios para mí. Dejaron de atemorizarme sus ojos oscuros cuando en ellos asomaba la desconfianza que enseguida yo disipaba con palabras cariñosas o una sencilla sonrisa. En el fondo, su monstruosidad radicaba en su incapacidad de entender lo diferente: la naturaleza humana y el reflejo de nuestros temores ocultos y desconocidos.

Desperté sobresaltado en medio de la noche. Había oído un tiro y las voces de los mayores: órdenes de mi padre al resto de la familia, el llanto de Estela y los chillidos histéricos de mi tía. La casa estaba iluminada, incluso el patio, cuya luz se filtraba en mi cuarto por una ventana. Enseguida vino mamá, visiblemente alterada, intentando disimularlo. Me pidió que no me inquietara, que no había pasado nada, simplemente que papá había terminado con la comadreja que se comía los pollos, y me sugirió que volviera a dormirme. Al rato se produjo un gran silencio, el habitual, salpicado por el canto de las ranas y algún ladrido lejano. No me dormí: desvelado, notaba en el aire un aroma dulzón inquietante.

Me levanté temprano, más que otros días. Me vestí deprisa para salir a ver la comadreja muerta antes de que el abuelo la desollara. Cuando quise salir, mamá me retuvo obligándome a desayunar. Estela, a mi lado, callaba profundamente y contemplaba las ilustraciones de animales de un libro. Por fin pude salir. No había niebla esa mañana, el sol estaba en lo alto de las sierras y la tierra desprendía el vaho del rocío. Mi madre y el abuelo estaban en la huerta recogiendo verduras. Me ofrecí a ayudarles, y me respondieron que no hacía falta, que me fuera al gallinero a juntar insectos para Estela. Preferí quedarme allí, junto a la alambrada, buscando algo con la mirada. A lo lejos, en los límites de la huerta donde no hay sembrados, vi un montículo oscuro de tierra recientemente removida. Sentí un vacío en el pecho, como si ya no tuviera ojos en los que mirarme.

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