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Diario del taxidermista

Norberto Luis Romero | | Artikel drucken
Lesedauer: 18 Minuten

Jueves.

Una vez más mamá volvió a hacerlo. Como es habitual, discutimos y, como siempre, mis fuerzas acabaron flaqueando y se salió con la suya. Ahora tenemos uno más, como si con los otros no fuera suficiente; una boca más que alimentar, otro que cuidar y, sobre todo, que soportar. Marisa, creo que se llama. Hay días en los que me encierro durante horas en mi taller, leo mis cuentos preferidos de ,,Las mil y una noches“, o me dedico a mi trabajo -a mis animalitos-, para no verlos ni oírlos. A veces como aquí mismo; mamá me trec la comida y paso un par de días en paz. El silencio es imposible en esta casa: Victoria ha vuelto a poner el tocadiscos a todo volumen. Me cuesta concentrarme en mi trabajo, si bien cada vez tengo menos: poca gente se dedica ahora a la caza. Y me encargan animales de poca monta. Pongo todo mi cariño y empeño pero es inútil: con palomas y otros pájaros insignificantes no se puede hacer una gran obra.

Martes.

Los odio. Desde hace años vivo rodeado por estos monstruos. Mi madre los recoge en la calle, cada vez que sale a pasear y su fina sensibilidad se conmueve. Me consta que intenta superarse, que procura hacer caso omiso a las miserias que hieren sus oídos y sus ojos, pero su corazón es muy frágil y gobierna su cabeza; sus sentimientos anulan su razón aunque luego diga que se arrepiente y me jure que nunca más volverá a hacerlo. Cuando vivía papá todo era distinto; él nunca se lo hubiera permitido, pero yo soy débil con ella y no quiero herir sus sentimientos; es tan feliz haciendo el bien. No obstante, creo que para ser caritativo no es necesario llegar a estos extremos; se lo tengo dicho mil veces en nuestras conversaciones, cuando ellos están entretenidos mirando la tele y no nos oyen y me da la razón pero luego hace lo que quiere. Molestan mucho, sobre todo los primeros días; con el tiempo aprenden un poco a convivir y a obedecer a mi madre, a quien respetan e incluso llegan a adorar; tiene la paciencia de una santa; a mí, en cambio, me odian en silencio, y yo los aborrezco procurando que mamá no lo note. El mayor problema es evitar que disputen; por lo general son profundamente celosos de los cuidados que les prodiga mi madre -exagerados, por cierto- y a menudo están haciendo comparaciones unos y otros sobre la cantidad de cariño y regalos que reciben de ella. Gracias a Dios papá nos dejó suficiente dinero como para que no pasemos necesidades; pero podríamos vivir mas holgadamente si ese dinero que mamá invierte en su cuidado lo dedicáramos a nosotros mismos, y tal vez yo podría en cargar de vez en cuando alguna pieza de envergadura. Claro que a los ojos de mi madre, y sobre todo desde que falleció papá, una casa tan grande como esta le parecía vacía y sin vida si no fuera por ellos; por sus continuas disputas, sus gritos, la música de Victoria soñando incesanremente en el salóm su deambular por las habitaciones, sus fechorías desalmadas.

Jueves.

Esta mañana, mientras me hallaba entretenido con una hermosa Ave del Paraíso que me regaló mi amigo, el dueño de la pajarería, a quien se le había muerto de tristeza, entró la enana, a pesar de que les tengo prohibido a todos ellos que se metan en mi taller y, más aún, – que interrumpan mi trabajo. De inmediato le ordene que salera y, antes desde marcharse, me lanzó una mirada furiosa y cargada de resentimiento. Tiene ojos bonitos, pardos; el resto de su cuerpo es repugnante, ya no únicamente por su tamaño diminuto -podría hacerla incluso graciosa-; sus extremidades son cortas y retorcidas; pareciera que las manos le brotaran directamente desde los hombros, como apéndices carnosos; y tiene las piernas arqueadas v regordetas, cayéndole la carne blanca sobre los tobillos; tampoco tiene cuello, la cabeza enorme le emerge del tronco. Ella dice que es así a causa de unos medicamentos que tomó su madre estando embarazada. Y su fealdad se toma aún más patética cada vez que se pone a bailar, y lo hace a menudo. No se dónde halló un viejo disco de pasta de ,,La Bamha“ de 78 revoluciones tal vez haya sido de mi padre-, y se pasa las horas escuchándolo a todo volumen mientras se contorsiona como un lagarto herido, agitando las manos al aire como tentáculos, y echando su cabeza hacia atrás. Su pasatiempo es inocente, pero el volumen de la música impide que me concentre en mi trabajo. Mamá, en cambio, disfruta y la alienta para que baile también otras músicas -hay muchos discos en casa-, pero a ella sólo le gusta ésa y canturrea, mientras se retuerce: ,,Para subir al cielo

se necesita
una escalera larga
y otra cortita…“

Martes.

El Ave del Paraíso ya está terminada; la puse en una postura tal que parece viva, que está cantando, plenamente feliz en medio de su selva misteriosa. Los colores tornasolados de su plumaje alegran la sala donde la coloqué, encima del televisor, no muy lejos de la urna donde está el águila devorando al conejo. Mamá está encantada con ella y no cesa de alabarme; y esto hiere susceptibilidades y genera celos. Anoche, el hombre sin piernas a quien únicamente mamá llama por su nombre, Juan, y los demás le llamamos ,,Tronchado“, me interceptó con su carro haciéndome trastabillar; estuve a punto de caer de bruces al suelo si no hubiera sido por el sofá del que me agarré a tiempo. Me pidió disculpas poniendo cara de compungido c insistió en que no me había visto venir pero se que lo hizo a propósito. La enana, en cambi,. exteriorizó sus celos agrediendo a Marta -la vieja que tiene el cuerpo y la cara horriblemente quemados-, gritándole improperios, mientras estábamos en la sala jugando a la lotería, y acusándola desde tramposa. Mamá intentó recuperar el orden con la amenaza de ponerlos a todos de patitas en la calle, pero sólo logró exasperarlos aún más y recibió a cambio miradas de odio. Luego se fueron calmando y mamá los perdonó dándoles un bombón a cada uno. Yo me retiré conteniendo la furia. La noche acabó en paz, según pude oír desde mi taller.

Viernes.

Marta es, tal vez, la más considerada; esta mañana, al regresar de la compra, me trajo un gato recién mucerto que encontró en la basura; un gato persa, de sedoso pelo dorado. Se ganó mi agradecimiento, pero también un reto de mamá, quien le tiene prohibido que ande por ahí rebuscando en la basura; pero ella no puede quitarse esa costumbre a pesar de no necesitar de nada -pues en casa tiene cuanto desea- , no puede resistir la tentación de hurgar en los cubos. La mayoría de las veces viene de la calle calle alguna cosa oculta entre las ropas, luego las esconde en su habitación, que hasta hace poco fue el cuarto trastero. Por supuesto que mamá se da cuenta de todo, pero no quiere contradecirla por temor a que nos escupa en la comida mientras cocina; ya lo ha hecho otras veces. Una mañana aproveché su ausencia y me escabullí en su cuarto; hay allí cuanto pueda uno imaginarse, todo muy ordenado y limpio: paquetes de trapos.muñecas sin cabeza, pilas de diarios y revistas, zapatos sin su par, envases de plástico, cajas llenas de pequeños objetos inservibles, de todo.

Estoy abocetando la postura en que podré al gato. No es uno de esos animales agresivos criados en la calle, no puedo ponerlo dando caza a una rata. Lo nlcjor será una postura pacífica y dulce, arrellanado, durmiendo. Mañana saldré a comprarle unos ojos color miel, porque esta raza no los tiene verdes como el común de los gatos.

Domingo

El ,,Tronchado“ es taciturno y habla muy poco, hay dáas en los que no se dejar ver apenas, permanece encerrado en su habitación durante todo el día; se oye su carro ir de un lado a otro, y sólo la abandona para comer.Mamá lo defiende cuando yo le insisto en que es un degenerado: tiene días en que persigue a las mujeres de la casa y les manosea las piernas o les levanta las faldas haciéndoles insinuaciones procaces. También ha hecho cosas peores. Marisa le teme y procura evitarlo; por su parte, no parece hacerle mucho caso. Victoria es su preferida, y, de vez en cuando, también persigue a Marta, cuando mamá y yo estamos ausentes; pero Marta sabe defenderse, y una de las veces en las que se vio acosada le rompió un jarrón en la cabeza. A pesar de eso no escarmienta y esta mañana intentó propasarse con ella nuevamente. Cuando mamá lo enfrenta para aclarar las cosas e imponerle un castigo, se defiende arguyendo que él es un hombre muy hombre y que no puede vivir sin una mujer; que, cuando estaba en la calle vagabundeando, éstas no le faltaban, y que inclusco mujeres muy bellas se le había entregado; en cambio en casa no puede desahogar sus necesidades por que se lo prohibimos: ustedes son inhumanos, nos recrimina a menudo. A pesar de las aventuras que cuenta cuando estamos todos reunidos, mamá y yo no le creemos, y la mayoría de las veces lo hacemos callar porque se pasa de la raya con su vocabulario repleto de obscenidades, sus gestos procaces. Victoria, en cambio, le festeja las groserías con una risa franca y miradas de picardía.

Jueves.

Anoche. Victoria, la enana, debió de haber reñido con Marisa, su compañera de cuarto, porque esta mañana al levantarme, casi la pisé; tropecé con ella, que dormía sobre la alfombra, accurrada junto a mi cama y envuelta en una manta. A pesar del golpe no se despertó, sólo refunfuñó unos insultos entre sueños. De inmediato fui a comunicárselo a rnarná; le dije que ya estaba harto de la enana y que no podía seguir viviendo bajo el rnisrno techo. Mamá la sermoneó con dureza -nunca la había visto tan indignada-, y Victoria cogió su pequeña maleta, muy ofendida, metió sus cosas dentro y se largó. Mamá no me dijo nada y procuró mostrarse indiferente ante la salida de la enana, pero la noté inquieta. Al cabo de tres o cuatro horas, Victoria regresó arrepentida, muy acongojada y pidiendo disculpas, diciendo que nunca más volvería a comportarse así. Sabíamos que volvería, no es la primera vez que lo hace. Pero Marisa, que lleva pocos días en casa y no conoce bien a la enana, en cuanto ésta se marchó, se apropió de toda la habitación. Su decepción fue grande cuando la vio regresar, y le caían abundantes lágrimas de sus ojos ciegos. Puse el gato sobre uno de los sillones del recibidor; nadie podría decir que está disecado, parece vivo, como si respirara pausadamente mientras reposa. Sus ojos tienen un brillo auténtico; son importados de Alemania, creo, según me dijo el dependiente. Marta está orgullosa de habérmelo regalado, los demás la aborrecen.

Lunes.

Victoria le ha dicho a mamá en varias ocasiones que el águila está apelillada. Mamá vino esta mañana a comunicármelo. Poniendo extremo celo retiré este mediodía la urna de cristal v pude comprobar, contrariado, que tenía razón. Tanto el grave corno el conejo que yace entre sus garras ensangrentado, están taladrados por las polillas; me llevé el conjunto al taller y procuré repararlo; algo mejor quedó, pero ya no es lo que había sido: soberbio, cuando lo acabé, hace unos catorce año; la pintura roja tenía un brillo intenso y parecía verdadera sangre; la piel del conejo era suave, las alas del águila se extendían como las de una victoria, con sus plumas sedosas y simétricas. Las cosas pierden su esplendor con el paso de los años; es una lastima. También los ojos de Victoria ya no tienen el mismo brillo maligno de antaño, cuando llegó a esta casa; pero de vez en cuando reaparece su mirada salvaje capaz de atravesarnos. Creo que su maldad se suavizó un poco con nuestro trato y el paso de los años. Mamá ha realizado verdaderos milagros con ella, igual que con todos. De todas maneras sigo creyendo que todos estos monstruos no tienen remedio, que su verdadero lugar es la calle, de donde mamá no tendría que haberlos sacado nunca.

Miércoles.

Esta mañana volvió a ocurrir. Según me contó mamá antes de irse a dormir, Marta regresaría del mercado cuando los sorprendió en un rincón de la cocina: allí estaban el ,,Tronchado“ y la enana muy abrazados y besándose frenéticamente. Ella tenía la ropa descompuesta y él su miembro erecto fuera del pantalón. Se percataron de su presencia separándose de inmediato, y él se apresuró a esconder su virilidad -lo deduzco por las palabras de mamá en las que trató de poner toda su delicadeza, pero la realidad fue ésa-. Marta les echó una mirada llena de desprecio, y salió a los gritos llamando a mamá; cuando ésta llegó a la cocina, lo negaron todo con el mayor aire de inocencia. Pero mamá no es ninguna tonta y los conoce a ambos, sobre todo al ,,Tronchado“, de modo que los amenazó con echarlos de casa y los castigó duramente impidiéndoles ver televisión y dejándoles encerrados en sus respectivos cuartos sin cenar. Desde mi taller había oído toda la refriega pero opté por hacerme el ignorante y permanecí encerrado leyendo hasta que mamá vino a contármelo. No tengo trabajo en estos días. Anteriormente yo ya los había sorprendido en la misma situacicón, perón más comprometida todavía; estuve a punto de ponerlos en la calle; no lo hice por mamá, que pasó unas semanas seriamente preocupada de que Victoria estuviera encinta. Por suerte no ocurrió; hubiera sido horrible tener que criar un niño deforme como su madre, un pequeño monstruo.

Domingo.

Hoy mamá ha vuelto a hacerlo; regresó de su paseo dominical trayendo un monstruo más a casa: un anciano repugnante con las piernas destrozadas y sangrantes, llenas de pústulas envueltas en trapos sucios; apenas si podía caminar. Su olor a orines y a vómitos era inaguantable. Desnudarlo fue un suplicio que cumplimos Marta y yo no sin asco -mamá nunca se ocupa de esos menesteres-. Lo metimos en la bañera a pesar de sus quejas -se defendía como un gato al que estuvieran matando, chillaba y se retorcía- y lo dejamos limpio como una patena. Creo que en toda su vida no habia probado ni el agua ni el jabón. Unos cuantos lavados con la mejor loción antiparasitaria eliminó sus piojos. En mí recavó la tarea de afeitarlo y cortarle el pelo. Cuando terminamos con él parecía otra cosa: ni él mismo se reconoció y se puso a llorar amargamente frente al espejo del tocador. No obstante sus piernas seguían dándome asco. Después llamamos al médico que se encarga siempre de nosotros desde hace ya muchos años, y se las curó poniéndole un tratamiento. La ropa la quemamos y le dimos otra limpia. Mamá le dio de comer y le asignó como habitación el pequeño cuarto que está junto al de Victoria y Marisa.

Los demás no dejaron de espiar y cuchichear en ningún momento. Durante la cena casi nadie habló; evidentemente los celos estaban a flor de piel y flotaban en el aire con una densidad palpable. Marta vomitó la comida en el suelo, aludiendo un cólico; pero lo hizo a propósito, para demostrarnos su disgusto. Victoria y el ,,Tronchado“ no dejaron de echarse miradas furtivas, sonrisas y guiños descarados. A Marisa no pareció importarle demasiado la presencia del viejo. Cuando todos se hubieron retirado a sus cuartos , discutimos con mamá durante más de una hora; al final acabó llorando amargamente. Una vez más volvió a hacer su voluntad.

Sábado.

Hov estoy indignado con Victoria. Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no acogotarla. Mamá insiste en que debo perdonarla y olvidar el asunto; me niego a hacerlo. La enana se presentó en mi taller y m entregó un par de ojos de cristal ,,son del águila“, me dijo; ,,la tiré a la basura porque estaba toda apelillada“.. Reconocí esas dos bolitas de vidrio pardo, y corrí hacia la sala: allí estaban la urna y el pedestal vacíos. Salí al jardín posterior, donde están los cubos de basura, pero el camión ya había pasado y se la había llevado. Victoria se asustó por primera vez de mí, y se encerró en su habitación; luego salió de casa y no volvimos a verla durante todo el día.

Son las doce y media de la noche y aún no ha aparecido; mamá teme que se haya asustado y no regrese nunca más. Volverá de un momento a otro arrepentida, en cuanto sienta hambre. No claudicaré esta vez, seré duro aunque mamá se resienta conmigo. Algo de sensatez tuvo la enana, un instante de sentido común, al recuperar, por lo menos, los ojos del animal; son de la mejor calidad, y recuerdo que ya en aquellos años me habían costado caros. Ahora los tengo guardados bajo llave para usarlos en una próxima oportunidad; aunque dudo mucho de volver a tener una pieza tan magnífica. Ya no se consiguen buenos especímenes. Desde que murió papá, quien me los traía de sus cacerías por el campo, tengo que conformarme con pájaros, conejos, gatos, ratas y toda esa clase de animalitos desprovistos de grandeza que los clientes me encargan; ¿qué gloria puede haber en un gato devorando a una rata?, ¿qué altivez puede poseer una gallina?; no puedo hacer milagros.

Domingo.

La enana no ablareció, desde ayer, en toda la mañana. Mamá pasó la noche en vela, sentada, cabeceando en el salón, esperando oír el timbre de la calle. Intenté tranquilizarla diciéndole que ya encontraría un sustituto a Victoria, pero ella parecía no tener consuelo -se ha encariñado mucho con esa enana-, y me sentí culpable. Esta tarde, cuando empezaba a tener la esperanza de no volver a verla nunca más, y mamá se deshacía en un mar de llanto, sonó el timbre; mamá se levantó de un salto y corrió a abrir: allí estaba Victoria, con los párpados hinchados, los ojos enrojecidos, la ropa hecha jirones y manchada de barro. Se abrazó a las piernas de mamá y estalló en un lanto bajito e hiposo. Cuando se calmó un poco, contó que había pasado la noche en la estación de Metro junto a otros vagabundos que habían sido hostiles con ella, queriéndose aprovechar de su indefensión. Para congraciarse conmigo me ofreció una rata de alcantarilla muerta, ya reseca, que extrajo de su diminuta y gastada cartera de plástico. Ante sus ojos la arrojé a la basura y me echó una mirada de odio. Le devolví la mirada y pareció asustarse. No tuve el coraje de volver a ponerla de patitas en la calle; hubiera sido terrible para mamá. Ahora parece haberlo olvidado todo, hace más de una hora que esta en su habitación bailando y cantando ,,La Bamba“ con su vocecita desafinada: ,,Yo no soy marinero,
soy capitán,
soy capitán.“

Miércoles.

Marta salió a la compra. Mamá le confía esa tarea porque sabe que es muy lista para regatear y exigir los mejores víveres. Como todos los lunes compró pescado fresco y lo preparó para la cena. Nos hallábamos todos a la mesa cuando la enana abrió la boca desmesuradamente y puso los ojos en blanco, su cara adquirió un color morado mientras se retorcía como cuando baila, y rodó al suelo. Nos abalanzamos a socorrerla. La ciega estaba petrificada en su silla sin comprender nada, oyendo nuestras órdenes y gritos confusos. El viejo de las pústulas parecía indiferente y no dejaba de sorber su segundo plato de sopa. No sabíamos qué hacer con ella y únicamente atinamos a darle golpes en el pecho; pero continuaba poniéndose cada vez más morada, y de su boca salían chifletes de aire como pitos. El ,,Tronchado“ se agarraba la cabeza Marta lloraba y gritaba como una histérica. Como el jorobadito de un cuento de ,,Las mil y una noches“, murió atragantada con una espina de pescado.

Viernes.

Mamá no tiene consuelo. Lleva dos días llorando encerrada en su cuarto y apenas si prueba bocado. No atino la manera de aliviar su dolor. Los demás están un poco más retraídos y callados, pero no parecen sentir mucho la ausencia de la enana; pronto lo olvidarán todo volviendo a sus fechorías.

Domingo.

Por fin mamá ha abandonado su encierro y recuperado las ganas de vivir. Está encantada y no cesa de felicitarme, los demás me miran con recelo y parecen respetarme por primera vez. Con el maquillaje ha recuperado su verdadero color: un arrebol le enciende las mejillas. La pose es su preferida: bailando ,,La Bamba“, como a ella le hubiera gustado. Los ojos no son tan bonitos como los suyos propios: estos de cristal -que habían sido del águila- le confieren una extraña mirada, ligeramente estrábica y perversa. A veces, su visión me inquieta al punto de darme ganas de salir huyendo, si no fuera por la urna que la encierra y me protege de su monstruosidad.

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Norberto Luis Romero, Autor argentino; * 1949
tomado de: Norberto Luis Romero, Canción de cuna para una mosca doméstica, Madrid 1994

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