Luego de perder aquel sentido, únicamente me quedó el común. El común denominador de todos los mortales: La vida. Primero tuve una existencia bicolor. Nadie lo supo y pensaron que era retardado, daltónico, disléxico y me dejaron en el mismo primer grado cuatro años, hasta que cambiaron de profesor.
Era el licenciado Villamarín. Enjuto, de lentes gruesos y si no era por su deslumbrante ausencia de cabello, cualquiera lo confundía con un niño de sexto grado. Él fue el primero que notó que podía leer como ningún otro niño y que no había quien me supere en hacer las cuatro operaciones, pero cuando me ponía a distinguir los colores, siempre sucedía los mismo: Azul, rojo, azul, rojo….Ahí venían las risas de todos los compañeros y la de mi antiguo profesor, el licenciado Bellavista. Reía hasta más no poder y me mandaba a sentar en el último rincón de la clase. Al final de cada año lectivo mi madre se le acercaba hecha un mar de lágrimas para pedirle que me haga pasar de grado, y el licenciado siempre insistía en que yo no puedo continuar en una escuela normal, que tengo que ir a una escuela especial.
– Tiene que estar sentado con los mongolitos, doña Teresa- se daba la vuelta y se marchaba moviendo la cabeza. De no ser porque las escuelas especiales eran privadas, de seguro hubiera terminado en una de ellas.
El último año, el licenciado Bellavista ni siquiera me tomó en cuenta, solamente, como favor especial a mi madre, me permitió estar en la clase, en su último rincón, observando todo en dos colores.
Tuve que enfrentar los mismos problemas doña Tere. Que piensen que era tonto, lelo, pero la verdad es que no fui ninguna de las dos cosas. Únicamente necesitaba un par de lentes. Eso era todo, un par de lentes que mis padres no podían comprar y que me los regaló el profesor que descubrió mi problema. Ahora quiero hacer lo mismo con Julián, quiero que se haga un chequeo de los ojos y luego, si lo necesita, le ayudaré con los lentes. – Se dirigió a mi madre en la puerta de la escuela, y fuimos a que me revisen los ojos. Él no necesitó comprarme lentes, mi visión era normal. Luego me llevó al sicólogo de la Dirección de Educación y él también me encontró normal. Al salir de aquel edificio el profesor encontró a un amigo suyo. Alejo, el pintor.
– No sé qué tiene el muchacho. No puede distinguir los colores. A veces acierta con el azul y el rojo, pero con el resto ni para atrás ni para adelante. Ya le hicimos chequear los ojos y acabamos de venir de donde el sicólogo y nada. Nadie encuentra nada anormal y sin embargo el problema persiste.
– Bueno, a todos nos pasa un poco de eso. Mucha gente no puede ver en mis cuadros lo que yo veo, y hay veces en que nadie ve los mismos colores que yo. Eso es raro, pero de lo más normal.- Rió un poco y nos invitó a tomar café en su casa.
Allí, mientras conversaba con mi madre y el profesor, comenzó a dibujar bombas azules y rojas en una cartulina grande hasta que se llenó.
– Azul, rojo, azul, azul, rojo, azul, rojo, rojo, rojo, azul, azul, azul . – No podía ver otro color, no había otro color. Alzó sus ojos y se quedó mirando el cuadro de un torero a medio segundo de tocar con su espada el lomo del toro.
Todos quedamos viendo el cuadro esperando encontrar la respuesta que él buscaba, pero nada. Cuando salimos era de noche, una hermosa noche azul. Al llegar a casa a mí me esperaba la cama y a mi madre dos paquetes de ropa sucia. Cada uno estuvo en lo suyo cuando de pronto se presentaron Alejo y el profesor.
-¿Sabía usted, doña Tere, que los toros sólo pueden ver en blanco y negro?
– No, pero, ¿qué tiene que ver eso con que ustedes vengan a estas horas?
– Todo mi Doña, quizá a su hijo le pasa lo mismo – contestó Alejo.
– Está diciendo que mijo es medio animal, o qué.
– Sólo de ojos mi Doña – sonrió y desenvolvió la misma cartulina con bombas. Mi madre me llamó y salí de detrás el lindel de la puerta del cuarto para volver a dar el concierto de azules y rojos.
– Sí, lo que suponía.- Dijo Alejo- Sus ojos pueden distinguir sólo el azul y el rojo, . A él le sucede lo que a muchos animales, como al toro, que únicamente pueden distinguir claros y oscuros, blancos y negros, pero Julián, en cambio distingue azules y rojos.
Verá mi Doña, como buen pintor sé como se perciben los colores a través de los ojos, por lo tanto le contaré que todos necesitamos unos cuerpos pequeñitos llamados conos y bastones que permiten que distingamos unos colores de otros, el arco iris, los bosques, el color de la piel. Esos conos y bastones distinguen básicamente tres colores: rojo, verde y azul. Cuando la luz de un objeto entra por nuestros ojos, esos cuerpecillos interactúan entre sí y nos dan a saber que aquel objeto tiene un color determinado, que puede ser azul como puede ser violeta. Lo que creo es que a Julián sólo le funcionan los bastones y conos que distinguen azul y rojo, además parece que tampoco éstos se combinan por eso es que para él únicamente existen esos dos colores.- Mi madre comenzó a llorar diciendo que y ahora cómo curo a mijo enfermo, que pobre mi pequeño, que ha de ver sido por culpa de mi padre que dónde también estará y el profesor la consolaba y el Alejo decía que le parecía, eso sí, algo raro y que iba a escribir a un par de universidades gringas para ver si se interesaban por el caso, y lloré y besé la mejilla azul de mi madre.
Un año después vino un americano con aparatos raros a examinarme y luego de un año de aquello vino el Alejo feliz con una carta en la mano. En dos meses, mi madre y yo viajábamos a los Estados Unidos. Fuimos los héroes del barrio. Viajar allá, así como así fue para todos como un milagro, o la ganancia de la lotería. Recuerdo que hicieron hasta una fiesta de despedida en la casa del vecino Paco. En el un cuarto festejaban los grandes y en el otro jugaban los chicos. En el un cuarto con un equipo de sonido viejo que gargareaba a todo volumen la mejor música chichera y en el otro cuarto con el payaso.
Nos miramos largo rato y lo reconocí, y él me reconoció.
– Es mi fiesta, estoy en cuarto grado y me voy a los Estados Unidos – le grité. Su piel cambió de azul a roja y durante la media hora que el licenciado Bellavista estuvo allí hizo llorar como a tres niños y no hizo reír a nadie excepto a mí, que nunca imaginé ver a mi antiguo profesor de primer grado trabajando de payaso. Siempre he querido saber cómo es que él terminó en ese trabajo.
Al ver que reía tanto, como de costumbre, quiso mandarme con ínfulas de antigua autoridad al último rincón del cuarto, pero eso me produjo más risa hasta que me oriné en los pantalones. Al siguiente día viajamos en avión. Allá vivimos en una casa grande cerca de la Universidad. Mi madre pasaba todo el día viendo los canales latinos en la televisión, y yo aprendiendo inglés por las mañanas y por las tardes a los experimentos en la Universidad. Al inicio fue divertido, tenía que diferenciar distintas tonalidades de azules y de rojos, luego a cada tonalidad le pusieron un nombre, de esos que todos esperaban que diga, verde, violeta, amarillo, café, celeste, naranja. Pasaron dos años en los cuales tuve que hacer el ejercicio una y otra vez, algunas veces con mucha luz, otras con poca hasta que pude darles el nombre exacto a cada azul y a cada rojo. Después vino la etapa, el largo tiempo, en que tuve que distinguir tonos y objetos en la oscuridad, y lo hice.
Ahora estoy aquí, nuevamente en el barrio, mi madre ya no tiene que lavar ropa ajena y se la pasa o viendo televisión o conversando con los vecinos. En cambio yo, desde antes de regresar, ya no soportaba la luz. Me acostumbré tanto a su ausencia que ya ni siquiera me faltaba. Luego de poco tiempo de haber regresado abrí los ojos frente a la ventana, había un azul claro, brillante, redondo. El médico dijo que tengo quemadas las pupilas y que ya no podré ver nunca más. El Alejo ya contrató un abogado que demandará a la universidad gringa y siento como si me hubieran quitado todo. No llores mamá – le digo y le tanteo para besar su mejilla que imagino azul.
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Bildquellen: [1], [2] Quetzal Redaktion, Edwin Eschweiler