Cuando llegamos a la ciudad de México, el 4 de septiembre último, Luis Cardoza y Aragón ya había muerto en esa madrugada. Llegar a la muerte de alguien es una aspiración por la que los seres humanos, al menos los de nuestra cultura, se afanan. Pareciera que sólo despidiendo al amigo se pudiera trazar desde el punto en el que él nos deja y el punto desconocido hacia donde él va, el puente de la memoria, tan cargado de afecto como de insalvable melancolía. Pero a la muerte de Luis, tangible, de cuerpo presente, no pudimos llegar porque cuando buscamos su nombre en la nómina de la funeraria, ya se lo habían llevado. Nos regresamos con el sentimiento de un ritual inconcluso. El tiempo no nos había esperado, ¿pero acaso alguna vez espera? „Con la imaginación y la memoria anhelamos significar, aprehender el futuro y el pasado – decía Cardoza -. Y después, citando a Braque, agregaba: El presente es perpetuo. Todo se elude, y su captura es obra mayor de las artes. Del humanismo. El arte detiene el tiempo.“
En 1986 se celebró el Centenario de Diego Rivera y fui encomendada por Artes Plásticas del INBA para hacerle una entrevista y cerrar con un testimonio vivo un libro de ensayos sobre el pintor que fue parte del homenaje. Trabajamos en su estudio, en la planta alta de su casa en Coyoacán, sin grabadora, durante tres sesiones. Yo tomaba nota, apresurada, tratando de no perder ningún matiz de sus recuerdos. No tengo a mano el texto que dejó esa entrevista. La imagen que dio Cardoza de Diego Rivera, sus conceptos sobre el muralismo, estuvieron atravesados por una idea humanista y una gran confianza en el arte y en la belleza, síntesis que siempre se ha podido leer en sus ensayos sobre arte. Pero recuerdo dos detalles de esa visita: en el mismo estudio donde trabajábamos, en un ángulo del cuarto y muy visible, Cardoza mantenía un enorme gorila de papel maché: „un militar latinoamericano“, me dijo y, después, para incluir expresamente a la dictadura argentina en el mismo fetiche, agregó: „uno de nuestros militares“. Lo tuvo allí durante años, acaso lo tuviera aún hasta ahora, seguramente para no olvidar ni un instante a su principal enemigo, pero en esa decisión de mantenerlo podía verse algo del propio personaje Cardoza, a saber, su sentido del humor, en el que nunca dejó de mezclarse el grotesco con la intención crítica o política. Lya Cardoza, su mujer, era igual, tal vez un poco más implacable cuando colocaba en la mira de su ironía a ciertos preciosos ridículos del medio cultural, esos que se creen en el centro del mundo por haber recibido alguna palmada del poder o haberse visto reflejados un instante en los espejos del éxito. Lya era tanto o más frágil que él, pero yo sentía que juntos acopiaban una fuerza singular, la que sólo puede conferir una vida en común cargada de sentido, tan decantados el amor y la ternura, las convicciones sobre el arte y la política o el conocimiento en cualquier orden de la realidad, que no necesitaban ser expuestos porque aparecían así, sin más, alrededor de una mesa, sin solemnidad ni acartonamiento.
Recibían a los amigos en su casa. En esa callecita de Coyoacán, cuadrante, rodeo, privada o cerrada, nomenclaturas que sirven todas para señalar la exclusividad o la reclusión, la puerta principal de la casa abría al jardín. Recibían en la sala, y ya de entrada empezaba el intercambio de ingenio. Luis Cardoza siempre me pareció como un zorro, astuto, burlón, aunque cuando recordaba algún poema pasaba a ser un pájaro, también agudo, incisivo. No es desatinado pensar en animales de fábula, porque en algunas de esas reuniones solía estar Monterroso, que no sólo por rimar con oso tiene algo de osezno juguetón, o Alcaraz, plantígrado con talla mayor y uno de los productores de risa más célebres de México, o Margo Glantz que es fuente de diversión ¿cigüeña graciosa, garza chispeante? Nadie ignora que Luis era muy galante con las mujeres, besador, declarativo, finísimo siempre. El juego era muy inocente: en medio de una comida si estabas a su lado, te tocaba levemente la pierna con su rodilla, o, al despedirte, rozaba tus labios con los suyos, en medio de la gente, desafiando el peligro. Quien se hacia acreedora de esos amores tan ingenuos como furtivos, podía llegar a creerse elegida por el gran poeta y forjarse alguna ilusión, pero si lograba comentarlo con alguna otra amiga del entorno terminaba por descubrir que nunca sería exclusiva, que otras recibían las mismas promesas, nunca proferidas, sólo insinuadas, y que esos gestos eran algo así como señalamientos vitales, resonancias de un largo poema que no dejaba de escribirse y cuya destinataria principal y única era Lya.
No llegamos, pues, a su muerte. Pero el lunes siguiente se anunció un homenaje en su propia casa. Venían de Guatemala su sobrina y el rector de la Universidad de Guatemala, que diría unas palabras de despedida a Luis antes de que sus cenizas fueran esparcidas en el Ajusco, allí donde se esparcieron las de Lya hace cuatro años. La cita era a las once de la mañana. Caminé por la calle del costado, hasta la iglesia de San Francisco, hice tiempo, regresé a las once en punto y me abrió la señora que había estado cuidando a Luis en esos últimos meses. El corazón apretado se volvió congoja y juntó sus lágrimas en la garganta. Era la última vez en mi vida que vería esa casa y la estaba viendo sin Luis. No conocía a nadie, había muchas personas sentadas alrededor de la pequeña mesa de la sala, me fui acercando a cada una de ellas y les di la mano; eran guatemaltecos, todos vestidos de negro y guardaban un silencio grave. El aire estaba embalsamado, no hay otro modo de decirlo, del perfume de muchas flores reunidas en ramos, coronas, resto todavía vivo de las ofrendas del velatorio. Llegué hasta una sillita baja, que recordé era en la que solía sentarse Lya, y me senté en ella, ya francamente llorando, aunque para adentro. Lloraba por la muerte de Luis pero también por mí misma, que es como se llora en los duelos. Era la última vez. Al rato llegaron Monterroso y Bárbara Jacobs, Sergio Pitol, Margo Glantz. Salimos al jardín y esperamos largo rato. Ellos se fueron y yo volví a la misma silla baja, decidida a esperar hasta que las velas no ardieran, todo lo que fuera necesario, pues esa iba a ser la última vez que estaría en el corazón de esa casa. Me fui a hablar con Elvira, la muchacha. La cocina, donde se sirvió la comida las veces que estuvimos con amigos, tenía las mismas ollas de barro colgadas muy alto, sobre la estufa, con hornillas de gas, pero alma de viejo fogón mexicano. Me puse a platicar con la señora Elvira. Me dijo que ese día 4 de septiembre Luis le había pedido que le cocinara albóndigas con salsa, que había comido bien, que a la noche tomó sus medicinas, que cenó liviano. Me contó que su gato se llamaba Napoleón Car-doza y que lo había acompañado a Luis dándole calor a los pies de la cama. „Contigo pan y cebolla“, frase de unión, nada más conyugal que esa frase, se leía en letras azules caligrafiadas sobre la pared. Las medias horas pasaban. Ya parecía que nada más podía suceder y en las pequeñas minucias domésticas relatadas por Elvira, Luis seguía vivo, tal vez esperando su caldo, su vaso de leche, la última noticia de la calle. De pronto sonó el timbre, y apareció en la sala una muchacha toda vestida de negro, muy bella, delgada, angulosa como un pájaro, los ojos llenos de lágrimas, se acercó a la mesa que rodeaban los guatemaltecos y se arrodilló. Sólo entonces adverti que allí estaban las cenizas de Luis, en una urna, que ahora ella abrazaba con sus dos manos, agachándose para besarla. Después avanzó unos pasos hacia el fondo y vi que vacilaba, que la emoción la hacia perder pie y que, estando yo allí mismo, me elegia para sostenerse. La abracé y ella, sin conocerme, se puso a llorar en mi hombro. Ella era en ese momento algo de Luis, hija, sobrina, sangre suya, raíz guatemalteca. Napoleón Cardosa, que había pasado de la cocina al jardín muchas veces se quedó mirándola. Gato sin destino, qué será de él, quién lo dormirá en sus piernas. Si yo tuviera una casa, pensé, me lo llevaría conmigo. A lo mejor Napoleón tenga el alma de Luis.
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