Si pudieras ayudarme, te diría que vengas aquí y me ayudes a resolver esta tarea maldita, ya no me salen más ideas lúcidas de la cabeza por más que trató de concentrarme«, manifiesta Bárbara Yadira desde el escritorio en que ella está trabajando.
»Ay, Bárbara, déjala para más tarde. Recuerda que estás embarazada y no debes esforzarte demasiado.«
»Debo terminar la tarea maldita o enloqueceré.«
Luis Francisco se separa de la ventana del dormitorio de ellos y se acerca hasta donde está ella, le acaricia el cabello y la besa de modo fuerte e impreciso en los labios. Bárbara Yadira lo separa con ímpetu y presteza.
»Déjame. No tengo tiempo.«
»Hay oportunidades en que recuerdo mi infancia y hoy es una de ésas«, se sienta en las piernas de su amante y coloca sus brazos sobre los hombros de ella.
»Y ¿qué has estado recordando?«
»Muchas imágenes y pocas a la vez.«
»¡Ajá!, por ejemplo.«
»Ya te he narrado algunas, ¿para qué estar repitiendo y repitiendo?
»No seas malo, cuéntame algo de lo que has estado pensando. Gusto de oírte.«
»En mi infancia tuve la impresión que los días fueron largos y que en la largueza de ellos me introduje como un pequeño insecto por sus laberintos averiguando los nombre de las personas y los objetos que me rodeaban.«
»¿Porqué no escribes algo acerca de tu infancia? Mucho de lo que me has contado de ella me parece precioso. Es tiempo de que te decidas a escribir. Eres muy perezoso. Yo estoy segura de que tú escribes mejor que Froilán.«
»No lo creo. Él no es un aprendiz de escritor. Ya ha publicado y tiene muy buenos escritos.«
El joven moreno y delgado vuelve a besar a Bárbara Yadira y, esta vez, ella no lo aparta, le apresa la lengua ansiosa que se le introduce en la boca y se la empapa de su saliva espesa y fresca. Él se separa de su amante, aparta los brazos de los hombros de ella y se levanta.
»Voy a la cocina, ya tengo hambre y supongo que tú también.«
»Es una buena idea. Mientras tú cocinas, yo trataré de ver si escribo algo.«
Aquel domingo segundo de mayo están solos, doña Bárbara Azucena de Ulloa y don Valerio Ignacio Ulloa Benítez visitan a unos familiares y Ana María pasea con un conocido. El joven delgado, moreno y pelo negro rizado va a la cocina, abre las puertas de un armario y observa lo que hay en el interior y se decide por tomar una bolsa de espaguetis italianos. Cierra el armario y deposita la bolsa de espaguetis sobre la mesa que les sirve de comedor y se acerca hasta el otro armario donde guardan las cazuelas y ollas, saca una olla mediana de aluminio y la llena hasta la mitad de agua. No olvida a su gato y a su maestra de primer grado que ocuparon un lugar muy importante en la infancia de él. Coloca la olla sobre la cocina de gas y con un fósforo enciende uno de los fuegos de ésta. Su gato estaba ya en casa cuando él nació, se llamaba Lucas, pero él le cambió el nombre, lo nombró Misifu y le pareció que al gato le gustó el nuevo nombre; fue el único gato que tuvo su familia en la casa. Creyó que Misifu no fue un gato filantrópico, ni común, ni extravagante; sino un gato inteligente y mágico. Vierte dos cucharaditas sal y un poco de aceite sobre el agua que coce. Aquel gato fue blanco con unas manchas negras y una raya amarilla que le cruzaba todo el cuerpo esbelto y atlético; un gato dueño de una cola que movía con solemnidad, una cola que cuando caminaba mantenía parada. El agua empieza a hervir, abre la bolsa de espaguetis y toma la mitad del contenido de la bolsa y lo mete en el agua que produce incesablemente burbujas. Alabó a Misifu porque según él fue un gato educado, nunca se metió donde no era llamado, y su puntualidad se caracterizó por ser alemana, nunca llegó tarde a la cita diaria con la cocinera —a las once de la mañana, hora en que ella le depositaba la comida en el plato—, llegaba dos minutos antes y la esperaba, sin impacientarse, calmo. Pela dos cebollas pequeñas y las corta en rodajas delgadas, rebana finamente un saludable pimiento verde mediano y pela un diente de ajo y lo corta en pedazos finos. Enciende otro fuego de la cocina y coloca una cazuela con un poco menos de 1/2 taza de aceite de oliva. Gustaba de ver a Misifu disfrutando con su lengua roja de la leche con nata flotando en la superficie y de los platos predilectos, trozos de carne fría con algo de gordura o sardinillas en aceite, o cazando ratones con agilidad sorprendente, cuyos cadáveres no comía, o paseándose por el patio y de la casa con soberanía como un rey en sus limitados dominios sin permitirle la entrada a otros gatos, pero sí a las numerosas gatas que le llegaban a rendir tributo, o trepándose al palo de higo o al muro o al tejado sin ningún problema, trepando casi volando y pareciendo una mariposa frágil o un pegaso nítido. Fríe en la cazuela las rebanadas de pimiento y cebolla, así como los pedazos finos del diente de ajo.
Recuerda que Misifu en sus años buenos casanovas salía a menudo de correrías y era común escuchar a lo lejos sus miau miau miau motivados por los combates o las uniones copulativas que tuvo hasta que no envejeció y padeció los achaques de la vejez en su soledad gatuna.
Apaga el fuego donde está la olla y cuela los espaguetis. Misifu no quiso morir en la casa; fue a entregarse con sumisión a la muerte en algún lugar elegido por el mismo y él se lamentó no haber podido rendirle tributo. Doña Lea Cristina quiso regalarle otro gato, pero él no quiso que tuvieran otro gato en casa. Vierte los espaguetis en la cazuela y los revuelve con la mixtura de pimiento cebolla ajo aceite de oliva. La maestra de primer grado de él fue su mejor amiga y la quiso terriblemente. Ella era una mujer agradable y a él le pareció muy semejante a Elisabeth Taylor. Él fue el alumno preferido de ella y el mejor discípulo del grado: le contestaba a las preguntas, le llevaba las tareas y obtenía los resultados máximos en las pruebas. La maestra le encantaba, no solamente porque se veía aseadita; era una mujer de pelo largo, muy negro, unos hermosos ojos verdes, además de ser la dueña de un cuerpo extraordinarimente precioso. Saca del refrigerador un ramito de perejil y la mantequillera. Al tanteo, toma dos onzas de mantequilla y se las añade a la cazuela con espaguetis. A causa de aquella maestra se lió a golpes con un compañero de grado. Esa fue una de las pocas veces que él tuvo una pelea. El contrincante le rompió la nariz y él vino a casa con la camisa blanca rociada de su sangre roja algo obscura.
«Nuestra maestra es una mujer cualquiera, es una pecadora como María Magdalena ante de conocer a Jesús y él le perdonara la lista interminable de pecados«, manifestó aquel compañero de grado.
»¿Porqué?«
»Porque tiene encuentros indecentes con el maestro de quinto grado.«
»A1 que le dicen ,,flaco narizón, Ovidio Nasón, narigudo, cariaguileño.«
»Si, el mismo.«
»No te creo. Eres un mentiroso hijo de perra que posee una lengua quilométrica viperina destrozadora de gente buena que no se mete contigo«, grita y le entra a golpes.
El joven delgado, moreno y pelo negro rizado corta las hojitas pecioladas lustrosas de colores verdes obscuros del ramito de perejil y se las añade a la cazuela de espaguetis. Empezó a quedarse escondido hasta muy tarde en el colegio; pasaron dos semanas y estaba por abandonar sus intenciones y tirarle en la cara al compañero de grado la mentira, cuando a la tercera semana, un día execrable para él, habiéndose marchado casi todo el personal del colegio, Elisabeth Taylor se encontró con el narigón en una de las aulas que estaban en el segundo piso y se comenzaron a acariciar. Agrega a los espaguetis 1/2 cucharadita de pimienta negra molida y los revuelve con cuidado, prueba uno de los espaguetis y le parece necesario agregarle a ellos un puntito de sal. Él alcanzó a verle las piernas blancas y bien formadas de ella y se retiró, no quiso regresar nunca más al colegio, prefiría repetir el primer grado que volver a verle el rostro a la maestra, ese rostro que tanto le encantó. Doña Lea Cristina insistió en enviarlo al colegio y él le contó la historia. Su madre habló con la maestra de Luis Francisco y le solicitó que abandonara el colegio y ésta así lo hizo. Regresó al colegio pero sin el entusiamo que le había motivado aquella Elisabeth Taylor. Baja la llama de la cocina y corta en tiras largas y finas cuatro rebanadas del famoso queso amarillo Gauda holandés.
»¡Ijujú!, ¡Y qué riquísimo que huele aquí!«, exclama Bárbara Yadira al entrar en la cocina.
»Ya he terminado, si quieres, podemos comer«, propone, en tanto esparce, con cuidado, las tiras largas y finas del queso amarillo holandés en los espaguetis.
»Claro, tengo un hambre tremenda que me ha hecho olvidar, ¿cuál fue es mi nombre de pila«, manifiesta, en tanto él revuelve los espaguetis con dos cucharas de madera.
Léster Benjamín Páez Cruz: joven escritor universitario de Veracruz, México, miembro de club literario 400 Leones.