Faustino hacía lo que podía, pero siempre terminaba respondiendo que Pino Suárez es una estación del metro, el ciego entonces dejaba de tocar y le pegaba con la armónica en la cabeza, y le decía que eres un negro pendejo, que nunca aprenderás que Pino Suárez es uno de nuestros proceres, y el negro Faustino, agachándose cada vez que entraba en un vagón, no le contestaba nada, porque no sabía qué era un procer y mejor se callaba para que el ciego que él cargaba a sus espaldas y no le pegara con la armónica y no lo dejara sin comer, entonces el ciego seguía tocando la armónica y el negro Faustino, cargándolo en la espalda amarrado con correas de cuero, iba de aquí para allá, de vagón en vagón, sin atreverse a renegar, y entonces el ciego lo dejaba cantar La Adelita, aunque casi siempre se olvidara de la letra, y el ciego le decía que eres un negro pendejo porque La Adelita no es un procer, y el negro Faustino mejor la cantaba, la cantaba mal, con voz de ballena, acompañando la armónica del enanano ciego que traía a su espalda, marcando el ritmo con las monedas que la gente, muerta de risa, echaba en una lata para que siguieran causando lástimas y acompañándose con La Adelita, que no era un procer, y matándolos de risa porque el negro Faustino cargaba al ciego, y éste le babaeba todo el cuello y le preguntaba, cada dos estaciones, que cuánto sacamos hoy, negro cabrón, y hoy cantaste todo ahuevado, peor que nunca, por eso sacamos sólo una madre, y Faustino, que a las seis salía del metro con el ciego y dejaba de cantar La Adelita, no decía nada, y se ajustaba las correas que lo ataban al ciego, el enano que cargaba a sus espaldas como a un niño, que le babeaba el cuello tocando la armónica cuando aún estaban abajo, buscando Pino Suárez, la estación, no el procer, negro imbécil que cantaste todo ahuevado y por tu culpa no sacamos nada y te vas a quedar sin comer, y sin comer se quedaba Faustino, el negro que medía dos metros y debía agacharse para no golpear ni su cabeza ni la del ciego cuando entraban al metro, que se confundía con la medida, así es que mejor diremos pies, seis pies, como los del ciego que quedaban colgando en la cintura de Faustino cuando éste lo amarraba a sus espaldas, para que pudieran ir más rápido de vagón en vagón, él cantando La Adelita con voz de ballena y el ciego tocándola en la armónica, dejando que sus babas se escurrieran hasta el cuello de Faustino, quien se moría de vergüenza y la gente de risa, la gente que les ponía monedas en la lata y les decían que vayanse mejor a un circo o a las lonas y que qué „vaciados“ se ven porque el negro medía dos metros, perdón seis pies, y el ciego apenas tres, y le babeaba el cuello y le pegaba con la armónica cuando le daba la gana pegarle y que lo dejaba sin comer, pero eso se lo decía ya que habían salido del metro, cuando a Faustino no le quedaba más remedio que agachar 1? cabeza, apretar la correas y cargar al ciego mugroso hasta la casa, a los barrios, donde el ciego dejaba de babearlo y ya no lo regañaba, como para que el idiota de Faustino dijera que lo trataba bien; y le daba una lata de frijoles para que la vacíes, negro huevón, y luego la llenemos de dinero cuando aprendas a cantar La Adelita con voz de blanco, y el Juan Charrasqueado con voz de mexicano, y para que sepas quiénes son los proceres y puedas explicarme por qué, en esta ciudad que tiene tanta gente hay tan poquitos negros, y por qué lo único que sabes hacer es vaciar latas de frijoles y moverlas con ritmo, eso sí, con mucho ritmo, con ritmo de negro, y Faustino sonreía cuando el ciego le decía eso y hasta sentía cariño por él, porque me dice que tengo ritmo, y me da de comer y me deja acompañarlo cuando toca la armónica, y me deja que lo cargue por toda la ciudad, subiendo y bajando avenidas aunque la gente siempre se riera de ellos y les dijera que se vayan al circo o a las lonas, pero a Faustino no le gustaban ni el circo ni las lonas, no le gustaban porque tampoco le gustaban las luchas y porque, antes de conocer al ciego, antes de estar idiota, él había sido luchador y le decían, le gritaban el Prieto Acesino, asesino con ce porque nadie sabía cómo se escribe, ni siquiera el ciego, que sabía muchas cosas, pero eso no, ni tampoco porque a Faustino no le gustaban las lonas desde que había sido luchado: y un día le habían pegado de a deveras con algo en la cabeza, uno de la gente de abajo, así como así, le habían roto la madre y dejado tan idiota que hasta eso se le olvidaba a veces, pero lo de los proceres no se le olvidaba nunca porque nunca lo aprendía, ni siquiera cuando era el Prieto Acesino con ce, cuando todos le tenían miedo, todos menos el que lo había dejado idiota pegándole en la cabeza y el ciego que él ahora tenía que cargar para que no lo dejara ni le dijera que si no te levantas temprano mañana te voy a torcer los huevos hasta arrancártelos y te voy a dejar más buey de lo que estás, y para que le permitiera cantar con él en el metro, y para que le enseñara tanta sapiencia aunque a fin de cuentas todo se le olvidara, y para que lo dejara cargarlo por toda la ciudad, atado con correas, preguntándole que porqué no hay casi negros en esta pinche ciudad, y que dime si ves alguna vieja buena por allí y que me digas cómo está y que cuánto me va cobrar por una noche, aunque casi ninguna de las viejas buenas que el negro veía se animaban a irse con el ciego, porque es de mala suerte y eres un enano, decían, y el ciego se enojaba y se iban a buscar otras, pero se enojaba más cuando las viejas se arrimaban mejor a Faustino y le decían de cosas y le agarraban las partes y el ciego lo notaba y le pegaba a Faustino con la armónica, y eso era lo peor, porque le dolía, y además lo dejaba sin comer en serio y él se escondía en lo baños del barrio para que el viejo no le arrancara los huevos y lo dejara más buey de lo que estás, negro cabrón, y mejor se escondía en los baños hasta que se calmara y entraba al cuarto en la mañana, con la cabeza gacha, la lata vacía y las correas de cuero con que se amarraba al ciego y lo cargaba de vagón en vagón, cantando La Adelita y muñéndose de vergüenza cuando se reían de ellos, porque el ciego no se daba cuenta y no veía, sólo se moría de coraje por todo, sobre todo porque las viejas no querían irse con un ciego enano porque daba mala suerte y porque a Faustino le agarraban las partes y le decían que qué bueno estás, moreno, y el ciego lo dejaba sin comer y le daba la lata vacía, pero, eso sí, nunca le retorció los huevos, nunca lo hizo porque Faustino se escondía, porque lo único que le daba miedo era quedarse más buey de lo que estaba, y que le doliera la cabeza, como cuando lo dejaron idiota, antes de encontrar al ciego, antes de que también la vecina gorda le agarrara las partes, pero se las agarraba a escondidas, cuando el otro hacía corajes y el negro se salía y lo iba a buscar la gorda esa que le agarraba todo y le decía que estás muy bueno, moreno, y por qué no dejas al pinche ciego, ese sí te trata como un animal, y al negro le gustaba que la gorda le agarrara las partes, porque sentía bonito, así nomás, pero no le gustaba que le dijera que dejara al ciego porque no quería quedarse solo y porque a él le gustaba cargarlo para todos lados, cantar con él, y hasta que lo dejara sin comer, lo que no quería era que le dijera que le iba a arrancar los huevos, entonces sí que le daba miedo y se esforzaba por cantar bien, por no cansarse, por agacharse bien para que ni él ni su carga se pegaran en la cabeza cuando entraban al metro, y la gorda entonces también los dejaba y se encabronaba con él di-ciéndole negro maricón, y que ya ni pareces al Prieto Acesi-no, con ce porque ella tampoco sabía, ese que le rompieron la cabeza en las luchas, y que ahora anda por ahí en el metro, dando lástima, cantando La Adelita con un ciego a sus espaldas, sacudiendo la lata de monedas con mucho ritmo, eso sí con mucho ritmo, tan bueno y tan negro que todos los niños del barrio lo seguían por la avenida, bailando, meándose de risa, pero eso sí, con mucho ritmo, gritándoles a Faustino y al ciego que pinches locos, que vayanse a una lona, y que vete a buscar putas a un asilo, piche pocaluz, y que adivina quién te rompió la cholla y te dejó así, negro buey, porque Faustino se había quedado así, imbécil, con un golpe de cuando era luchador, pero ya no era, ahora cantaba en el metro y causaba lástima y se reía con los niños, se reía porque le gustaba reírse, no porque le dijeran esas cosas y le aventaran terrones, Faustino se reía y seguía haciéndolo porque le gustaba, hasta que el ciego le pegaba en la cabeza con su armónica y manoteaba para todos lados diciendo que niños cabrones, que ya verán, y quitándose la tierra que le quedaba en el pelo, y volviendo a gritar que ya verán, y que un día les voy a echar a este moreno para que se los putee, pero nunca les echaba a este moreno porque este moreno mejor se entretenía con la vecina gorda que le tocaba las partes, pero lo que sí les echo el ciego un día fue un perro que quién sabe dónde consiguió, pero que parecía rabioso, se los dejó ir a media tarde, quién sabe dónde lo consiguió, y se los dejó ir para que los mordiera a todos, y el animal, que parecía rabioso los mordió a todos, a todos menos al negro Faustino, que no pudo oír porque estaba por allí buscando comida o con la vecina gorda que le agarraba todo, lo único que oyó luego fue que los niños no se reían, sino que gritaban, y también oyó a la vecina gorda que le decía que ya ves, maricón, lo que hace tu pinche ciego con las pobres criaturas, deberías matarlo, sí, eso deberías hacer, pero nomás andas por ahí cargándolo por la ciudad, de vagón en vagón cantando La Adelita y dejándose de reír porque los niños ya no volvieron a salirles al paso, y sólo los miraban con coraje, así como sacudiendo los ojos, con ritmo, mucho, al ritmo de una lata que ahí te dejo, negro huevón, para que te comas los frijoles que quedan y luego la llenes de dinero que le ofrecía a las viejas buenas que nunca querían irse con él, y que ni por cien mil pesos te las suelto, cieguito cachondo, y que mejor déjaselo a tu negro, que ese sí que ha de poder con ganas, aunque estuviera idiota y ya no fuera el Prieto Aseci-no, con ese porque esas viejas sí que saben de todo, cuando nadie se metía con él porque le tenían miedo, y nadie se hubiera atrevido a arrancarle los huevos, ni que Pino Suárez es un procer y no una estación del metro, de dos metros o seis pies que era lo que media Faustino, el que cargaba al ciego allá por Portales, porque de Pino Suárez terminaron corriéndolos porque nomás anda haciendo bola y causando mitote, y porque además el negro ni siquiera canta bien, pues tiene voz de ballena, y el ciego se había enojado más que nunca, casi más que esa vez en que les echó un perro rabioso a los niños mientras la gorda manoseaba a Faustno, cuando los niños en vez de reír gritaron y el negro hasta perdió el ritmo, por el miedo que le agarraba al ciego, el ciego que sólo se reía cuando a los niños se los llevaron al antirrábico, igual que al perro que las señoras habían matado a escobazos y que quién sabe de dónde había sacado el ciego, porque el mugroso sacaba muchas cosas de quién sabe dónde, y lo hacía porque siempre ganaba buen dinero, aunque le dijera a Faustino que no y lo matara de hambre, bueno, casi lo hubiera matado de hambre porque el negro aguantaba todo, como los proceres y la viejas que no querían con el enano ciego por más dinero que le ofreciera, los que no aguantaban nada eran los niños, y menos el perro que habían matado a palazos mientras que Faustino le decía a la gorda que no era cierto nada, que el ciego era muy bueno y lo trataba muy bien y lo dejaba cantar con él en el metro y que era buan gente porque le enseñaba cosas que siempre se le olvidaban, lo que nunca olvidaba era que lo habían llevado al hospital con la cabeza destrozada y no le habían querido hacer nada porque era negro, y los negros aguantan todo, no son como los niños que tuvieron que fletarse todas esas inyecciones en el ombligo, o en la espalda, eso ya no se sabe, lo que sí se sabe es que desde entonces andaban muy callados ni se acercaban a Faustino, que dejó de reírse y aprendió a cantar La Sirenita porque el ciego que él cargaba la aprendió a tocar en la armónica y le dijo que a ver si esto sí lo cantas bien, negro idiota, y a ver si dejas de cantar con voz de ballena y comienzas a dar tono a las cosas, y desde entonces andaba más cachondo que nunca y todo se le iba en las viejas, que le cobraban el triple por irse con él y a veces ni con el doble, pues preferían al negro y le decían que contigo de a gratis, moreno, y que yo te conozco desde que le arrancaste la máscara al Alacrán González, y yo de cuando todavía podías saltar desde las cuerdas sobre el público, y yo de cuando te golpearon en la cabeza y te dejaron así, cuando nadie se imaginaba que terminarías dando lástimas en Taxqueña, porque también los habían corrido, y los niños se volvieron a aparecer un día de esos que no estaba el ciego porque una, por cinco veces más, sí había querido, ni la gorda que le agarraba las partes a Faustino, el negro idiota que era el único que estaba en el cuarto cuando llegaron los niños, los que habían tenido que fletar todas las inyecciones en el ombligo, y el negro se había pasado la tarde con ellos, tocando la lata con ritmo, eso sí, con mucho ritmo, y cantando La Sirenita, para que los niños bailaran y se rieran y entonces él también se riera, enseñándoles la letra a medias, diciéndoles que Pino Suárez es un proceso, sin darse cuenta que unos, mientras, le aflojaban las correas con que amarraba al ciego para que al día siguiente se cayera, y seguían riéndose y bailando con mucho ritmo, pero no con el negro, sino imaginándose al ciego que iba a rodar por los suelos, y Faustino seguía cantándoles La Sirenita, y se la cantó hasta tarde, cuando ya no estaban y le habían dicho adiós, negro pendejo, y él les había dicho adiós, niños, y se acostó sin comer porque el ciego no había dejado nada, y se acostó sin que la gorda le hubiera agarrado nada, y se esperó haciéndose el dormido hasta que llegó el ciego y entonces pudo dormirse tranquilo y despertarse en la madrugada, ese día que fue el último en que salieron, porque el negro Faustino no sabía nada y cargó a su ciego en las correas que le habían aflojado los niños, y se lo llevó al metro para cantar La Sirenita y para que el ciego le babeara el cuello y le preguntara que cuánto sacamos hoy, y para que él sacudiera la lata con ritmo, con mucho ritmo, para que el ciego se lo dijera, pero que ya no se lo dijo nunca porque había mucha gente en el metro Pino Suárez, y se le habían aflojado las correas en la estación, las correas que le habían aflojado los niños del antirrábico, porque se zafaron, decimos con zeta, cuando estaban esperando el metro en la estación con nombre de procer, y el negro con ritmo, eso sí, con mucho ritmo, no se había dado cuenta que el enano se le caía en los rieles, y tampoco que el tren se lo había llevado, así como así, sin un grito ni nada, y Faustino no se había dado cuenta porque había mucha gente y él estaba contando las monedas para que el ciego no le pegara, y las contaba con cuidado, y perdía la cuenta mientras que al ciego lo apachurraba el metro, y Faustino estaba pensando en la gorda que le agarraba todo, y el no había agarrado al ciego y no había visto que la gente se hacía bola, la policía, y no se había dado cuenta porque las luchas lo habían dejado idiota y Faustino se quedó allí mucho tiempo, esperando que el ciego regresara por él, pero el ciego no volvió nunca a babearle el cuello, ni a tocar la armónica, ni a dejarlo sin comer, ni a decirle que le iba a arrancar los huevos, negro cabrón, ni la vecina gorda que le decía maricón, ya ni te pareces al Prieto Asecino, con ce porque ella tampoco sabía.
Ignacio Padilla Suárez nació en México, D.F. en 1968, ha publicado cuentos y reseñas en diarios y revistas. Estudia la carrera de Comunicación. En 1989 fue becario del Instituto Nacional de Bellas Artes en la rama de novela, y en 1990 publica el libro de cuentos Subterráneos (Premio Alfonso Reyes, Ed. Castillo), del cual hemos tomado el cuento aquí publicado.