El único amor duradero es el no correspondido.
W. A.
…al comienzo, dices, pensaste que se trataba de saldar una cuenta, de pagar el precio del engaño; pero pronto percibiste que ella se escapaba de tus manos, que sus besos ya no sabían como antes, y que su cuerpo rechazaba sutilmente las caricias. Entonces decidiste emprender la retirada: un ramo de rosas rojas y una carta de despedida fue tu último gesto.
Ahora me pides un consejo y no sé bien qué decirte. Tienes algunas opciones: una es mantener tu silencio e intentar olvidarla; otra, asaltar un banco y comprarle un reino, y prometerle que la harás feliz eternamente; o matarla; o matarte; o matarla y matarte. La elección no es más que tuya, y en esto no puedo ayudarte porque yo te amo. Laura.
El Inspector Colautti releyó por tercera vez esos últimos párrafos de la carta, y encendió con fastidio un cigarrillo. De buena gana, habría dado por terminado el asunto admitiendo el doble suicidio: en el revólver estaban las huellas de ambos; nadie escuchó nada; no había signos de violencia ni testigos de peleas, y apenas unos pocos los vieron juntos alguna vez… pero esta carta le agregaba un nombre a la historia. Además, estaban los puntuales llamados de la madre de la chica pidiéndole novedades, y gritándole que su hija no se suicidó.
Encontró la carta en una caja, junto al escritorio de Caeiro. Había allí un centenar de poemas ininteligibles para él. De entre ellos, apenas rescató uno que no le dice mucho, salvo por su dedicatoria: a Olivia. Era un poema erótico. Estaba caliente el pendejo, pensó Colautti al leerlo. También le inquietaba el hecho de que estas muertes fueran tan distintas de las tantas que él había visto: aquí no estaba la sordidez ni los hechos turbulentos que siempre anticipan las tragedias. Sabía que el muchacho era un poco raro: escritor, bohemio, borrachín quizá, pero inofensivo según los pocos que lo conocieron. Más extraño aun le parecía todo lo relacionado con ella: una chica normal, abstemia, con amigos, trabajo y una familia bien… sin motivos para quitarse la vida, pensaba.
El Inspector carraspeó y acomodó sus pies cansados sobre el escritorio, mientras le ordenaba a su ayudante que averigüe todo acerca de una tal Laura que conoció al muerto. Cuando el joven, diligente, intentó abandonar la oficina, Colautti le dijo:
−Peralta…
−¿Señor? −contestó el subalterno, deteniéndose junto a la puerta.
−Acercáte.
Cuando el muchacho estuvo junto a él, agregó sin levantar la vista de su escritorio:
−¿Qué edad tenés?
−Veinticinco años, señor. Voy para veintiséis.
−¿Has matado alguna vez a alguien? −lo interrogó el inspector, mirándole a los ojos.
−No señor, usted sabe, hace poquito que estoy en servicio…
−¿Has estado enamorado, Peralta?
−No señor… bah, sí, cuando era más chico… −dijo con pudor.
−¿Y ella te quería?
−Sí… fuimos novios…
Colautti ofreció un cigarrillo a su ayudante e inquirió:
−¿Y qué pasó?
−Los padres de ella no querían que la vea, nos encontrábamos a escondidas… después se fueron a vivir lejos…
−¿Sufriste Peralta? −dijo el inspector sin mirarlo.
−Y… al principio sí.
−¿Y no tuviste ganas de matarla?
−¿A quién? −preguntó el joven sorprendido.
−¡A la chica! −exclamó el oficial.
−¡No, nunca! El cabrón era el padre. A ese sí tuve ganas de matarlo, pero no me animé…
−Bueno Peralta, ahora ocúpese de lo que le ordené −dijo Colautti dando por terminada la conversación, y cuando el muchacho trasponía la puerta agregó:
−¿Todavía la querés?
Peralta movió la cabeza sin afirmar ni negar, y el inspector se quedó mirando su reloj y lamentándose por la lentitud con que el tiempo transcurría en esa perra oficina.
Prepara su valija y llora desconsoladamente. Siente el peso de sus propios dichos y un remordimiento infinito: la vida está hecha de episodios, pero las palabras, mierda, las palabras, ¿adónde van a parar?, se dice Laura mientras enjuga las lágrimas con el dorso de sus manos.
Revisa su cartera: el pasaporte y el billete de avión están ahí; lo demás no importa. Telefoneó a su madre para avisarle que pasado mañana estaría en Madrid, y ella le respondió encantada hija, pero ¿por qué? No pudo contestar. Toda la angustia se le agolpó en la garganta, e interrumpió la llamada con apenas un espérame.
El taxi vendría pronto a buscarla y estaba lista. Recuerda esa noche con Esteban, tan borracho, tan llorón: ella consolándolo, luego llevándolo a la cama como a un muerto y después limpiando sus vómitos. Fue ésta la última vez que estuvo con él, y supo que ese no era el Esteban Caeiro que ella conoció, más allá del alcohol: su voz no era la suya, sonaba como disociada de su cuerpo; y sus palabras parecían ajenas, como pronunciadas por otro.
Un bocinazo la sobresalta. Advierte que es el taxi. Se calza los lentes oscuros, toma la valija, su cartera, y sale.
Se prometió varias veces no escribirle, ni verla ni llamarle por teléfono; y otras tantas se traicionó. Le dejó un ramo de rosas y una carta de despedida, jurando no volver, y luego rectificó lo dicho y lo hecho. Esto no es amor, es una enfermedad incurable, se dice, mientras piensa en telefonearle y pedirle que venga, aunque sea por última vez.
Tendido en su cama, Esteban concluye que debe dejar la poesía: desde hace un tiempo cada vez que se sienta a escribir, lo hace sólo para ella. Piensa que ha gastado demasiadas lágrimas y papel en vano. Olivia, se dice, Olivia, repite, cómo sería la madre que te parió…
Se incorpora y se sienta frente a su máquina, coloca una hoja y estampa un título: Crónica. Se distrae releyendo el poema escrito hace algunas horas. Lo lee en voz alta, como si no fuera suyo: Rosas rojas / No encontré las palabras / para decirte / lo que no quería decir ./ Elegí unas rosas rojas ,/ bellas y efímeras, / para no decir las palabras / que no podía / pronunciar. / Y me fui en silencio ,/ masticando / los temidos sonidos / y pensando / en el gesto inútil / de quedarme contigo / para siempre / en un ramo de rosas rojas / bellas y efímeras / como tu huella / por mi vida.
Demasiado cursi, se dice. Todas las cartas de amor son ridículas… recita. Permanece unos instantes con la vista fija en el título recién escrito. No puede comenzar: vuelve a su cama, con la esperanza de conciliar el sueño. Pero los pensamientos lo perturban y ve, con los ojos cerrados, los rostros nítidos de Laura y Olivia, de Olivia y Laura, de Olivia…
Le presentaron Laura en una fiesta. Bailaron un rato, bebieron, y terminaron de intimar en la cama de ella. Desde esa noche se encontraron a menudo, aunque sin mucho entusiasmo por parte de él: galleguita, la nuestra es una excelente relación glandular, le dijo alguna vez con cinismo.
Por la misma época, Olivia se metió en su vida: la conoció en un encuentro de jóvenes poetas, en Rosario. Ella le hizo una entrevista radial y luego aceptó su invitación a tomar algo: durante las dos horas en que estuvieron juntos, ella le contó su vida sin parar; él apenas pudo decir unas pocas cosas. Luego la acompañó hasta su casa y alcanzó a robarle un beso de despedida.
Esteban vuelve a sentarse frente a su máquina y comienza a escribir: En un pequeño departamento de alquiler, cito en la calle J. L. de Cabrera de esta ciudad, fueron encontrados los cuerpos sin vida de dos jóvenes, quienes posteriormente habrían sido identificados como Olivia Silvani y Esteban Caeiro, ambos de veinticuatro años.
Tras la denuncia de otro ocupante del edificio, quien afirmó haber escuchado dos disparos, personal policial ingresó en la vivienda constatando el resultado del luctuoso episodio: la pareja yacía en el lecho, con las manos entrelazadas, junto a un revólver calibre 32, presentando sendas perforaciones en la sien.
Un cronista de nuestro medio estuvo presente en el lugar, y pudo constatar que el hecho se produjo alrededor de las 23, y que el inquilino era Caeiro, sin ocupación conocida –escritor, según el testimonio de una vecina–, al que la occisa Silvani, locutora de profesión y oriunda de Rosario, solía visitar esporádicamente.
La ausencia de signos de violencia en el escenario de la tragedia, lleva a pensar que se trataría de un doble suicidio, planeado con anterioridad. Sin embargo, las primeras evidencias permitirían también conjeturar que el arma pudo ser accionada por uno de los sujetos, en cuyo caso estaríamos en presencia de un crimen seguido de suicidio.
Fuentes policiales mostraron absoluto hermetismo, en razón del secreto de sumario, mientras se realizaban las pericias de rigor.
Esteban se pone de pie y se sirve una copa de grapa. Arranca el papel de la máquina, lee el texto sin interés y lo arroja al cesto. No puedo vivir sin ella, se dice. Mejor me busco trabajo en una fábrica, en una línea de producción si es posible; o me mato; o la mato; o la mato y me mato. Esteban advierte que está amaneciendo: enciende un cigarrillo y se decide a esperar una hora prudente para llamar a Olivia.
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Marcelo Casarin wurde 1962 in Córdoba, Argentinien geboren. Er ist Doktor der modernen Sprachen der Universidad Nacional de Córdoba. Er lehrt und forscht am Zentrum für höhere Studien derselben Universität, wo er das Programm „Nuevos Frutos de las Indias Occidentales“ (Lateinamerikanische Kulturstudien) leitet. Momentan ist er als Kulturdirektor der Stadt Córdoba tätig. Seine schriftstellerischen und essayistischen Texte erschienen in verschiedenen nationalen und internationalen Publikationen. Dazu gehören: El heredero (Roman, 2008); Vicisitudes del ensayo y la crítica (Essayband, 2007); Daniel Moyano. El enredo del lenguaje en el relato: una poética en la ficción (Essay, 2002); Bonino, actor de mi propia obra (Roman, 2003); und Después de la noche (Erzählung, 1993).